UN MUNDO REDONDO

En octubre de 2001, con Martín Correa y Humphrey Inzillo entrevistamos al Indio Solari, Skay Beilinson y la Negra Poli para la revista La García. Un rato después de que terminamos la entrevista, el Indio, Skay y Poli se pelearon y Los Redondos se separaron para siempre. Veinte años después escribimos LA ÚLTIMA NOCHE DE PATRICIO REY, un libro con aquella última entrevista completa, que editó Gourmet Musical. El libro, además, tiene unos textos individuales de cada uno de los autores, contando qué representan Los Redondos en nuestras vidas. Este es el mío.

Supongo que 1984 fue un año bisagra para la sociedad argentina, por varios motivos. Política y socialmente, significó el primer año de la democracia. Cultural y artísticamente, fue el año que dio comienzo a una ilusión tan intensa como efímera, llamada “primavera alfonsinista”.

      Una primavera que tenía su propio invierno (o infierno) interior. Por un lado, en Buenos Aires había recitales gratuitos en Parque Centenario, Parque Lezama o Parque Centenario, entre otros lugares al aire libre. Había una avidez irrefrenable por tomar la calle y la música estaba por todas partes.

      Había rock, sí. Pero había de todo, como siguiendo la línea programática de la música argentina trazada por el concierto de Mercedes Sosa con su disco doble en el Teatro Ópera, tras su regreso del exilio. Allí Mercedes reunió, en un mismo disco, en un mismo ciclo de conciertos, a Charly García, Rodolfo Mederos, León Gieco o Raúl Barboza. “Es con todos”, parecía ser la consigna. Y eso que por entonces nadie hablaba de “todes”, porque si lo hacían, no había un lugar mejor para usarlo que aquel disco que cambió para siempre la música popular argentina.

Alfonsín asumió el 10 de diciembre de 1983 y ese mismo verano la ciudad floreció con conciertos callejeros. Recuerdo haber visto a Luis Alberto Spinetta, Juan Carlos Baglietto o el trío Vitale-Baraj-González, uno de los grupos instrumentales de mayor convocatoria en la historia de la música argentina, en varias plazas porteñas. Todo estaba lindo, todo estaba bien, hasta que aquello que nos parecía tan hermoso comenzó a oler a establishment.

Que se entienda: no estoy siendo peyorativo. Simplemente se trataba de ver que más allá de aquello que se nos presentaba como único había otro mundo, también único, pero secreto, sumergido. Y como nunca, esta sensación colectiva de la época encontraba un correlato perfecto en mi vida personal.

Desde que yo era muy chico, n mi casa había un culto por los libros y por los discos. Se escuchaba mucha música, sobre todo tango (mi viejo era un coleccionista sibarita), pero también canción latinoamericana, algo de jazz, un poco de chanson française, bossa nova, canción española.

Más que un rechazo al rock, lo que había en mi casa era un rechazo al mundo angloparlante. Un antiimperialismo que incluía el idioma y la canción. Hasta que yo, a los 11 años, me fui al carajo. Fue a esa edad que descubrí el rock, por así decirlo. Y descubrí a los Bee Gees antes que a Los Beatles.

   Yo estaba en sexto grado cuando se estrenó Fiebre de sábado por la noche. Y no me pude resistir. Ni todo el empeño de mis viejos, ni la tapa de la Expreso Imaginario con el tomatazo en la cara de John Travolta pudieron detener el aluvión disco. Así se abrió la puerta para ir a jugar. Y yo acepté encantado semejante convite.

Después de los Bee Gees, casi en simultáneo, vino Queen y, a la par, Los Beatles. Y Serú Girán. En el 82, cuando fui a ver a Charly primero y a Mercedes después, en la Cancha de Ferro, sentí que me había independizado musicalmente de mis padres, sin dejar de seguir la tradición ni compartir lo bueno que tenían para darme. Al concierto de Charly fui con unos amigos; al de Mercedes, con mi vieja, que estaba separada de mi viejo.

Ya está, ya tenía mi rumbo. Ahora me faltaba crear mi mundo. Por eso el año 1984, que fue bisagra para la democracia argentina, fue también un año clave en mi vida: el año en que cambió todo. Y allí la radio jugó un papel decisivo.

No recuerdo si fue primero Tom Lupo o si fueron Jorge Dorio y Martín Caparrós. Si recuerdo que escuché a Los Redondos tanto en Submarino Amarillo (el programa que conducía Tom en Del Plata) como en Sueño de una noche de Belgrano, el programa que conducían Dorio y Caparrós en Del Plata.

No se trataba sólo de escucharlos. Era el hecho de que Tom, Jorge y Martín los recomendaran, les abrieran las puertas de sus casas, de sus mundos, los hicieran partícipes de ese mismo universo que intuía que era el mío, ese ansiado mundo en el que necesitaba vivir. Yo tenía 16 años y estaba forjando mucho más que un gusto musical: se trataba de construir una identidad cultural.

Un año después me compré el disco Gulp!, apenas salió, en Tocata y Fuga, la disquería de la calle Santa Fe. Recuerdo que lo primero que hice cuando lo tuve en la mano fue olerlo. Tenía el perfume de la tinta, de la impresión en serigrafía. Que era el perfume del fanzine, de lo clandestino, de lo marginal. Y un año después los vi en vivo. Pero antes pasaron cosas.

Cuando digo que pasaron cosas es porque pasaron cosas en mi vida. Porque ese 1984 fue un año clave en mi existencia también por otros aspectos que aceleraron esa necesidad de un mundo propio. Y que provocaron que esa búsqueda tuviera carácter de urgente.

En 1983, a los 15 años, me quedé totalmente pelado. Se me cayó todo el pelo de la cabeza y también el del cuerpo. El asunto arrancó en el 82, cuando aún tenía 14. Fue un asunto paulatino, pero vertiginoso: primero un mechón, luego otro, más tarde las cejas. Llegó un momento en el que decidí raparme, porque era mucho más digno que esos tres pelos que me colgaban de manera ridícula.

Dos años antes, en el 81 me habían amonestado en el colegio por llevar el pelo largo y ni siquiera una buena dosis de Lord Cheseline había aplacado la ira de los preceptores. Casi dos años después, mi cabeza comenzaba a tener vacíos que nunca más se iban a llenar.

A mediados del 83 estaba casi pelado. En el país comenzaba la democracia y en mi cabeza, la alopesía. A mí no me había terminado de salir la barba y el bigote, que ya los había perdido. Había terminado lo que no había podido comenzar.

Fueron momentos duros, durísimos. Los pelados no teníamos referentes por entonces. Me decían “Kojak” o “Heleno”, por un cantante nuevaolero que hacía una década se había hecho famoso por su hit “La chica de la boutique”.

Algunos me decían “Yul Brinner”. Porque algo tenían que decir. Entonces, a los pelados, por entonces, nada del bullying nos era ajeno. Y la gente nombraba a esos artistas porque eran los que había. El terreno de mis referentes era tan árido como mi cabeza. Hasta que sucedió el milagro.

De repente apareció Luca y me volví fanático. Hasta hubo gente que me empezó a decir “Luca”. Fue lo mejor que me pasó en la vida. Yo lo imitaba, hasta tomaba ginebra, andaba con una botella de Bols por todos lados. Y después de Luca, el Indio. La seguidilla fue así: en el 84 escuché a Los Redondos en la radio; en el 85 vi a Sumo en vivo por primera vez; y en el 86 vi por primera vez a Los Redondos.

Mi primer recital de Los Redondos fue en el Parakultural de Venezuela al 300, entre Defensa y Balcarce. Un sótano que antes había sido el Teatro de la Cortada. Aquello era exactamente lo que estaba buscando. Así sí valía la pena ser un pelado. En ese sótano comencé a crear el mundo al que me mudaría para siempre.

Sí, un sótano. Sin metáfora. Llegué justo para ver cómo Patricio Rey daba sus últimos pasos en el under. Ya sin la psicodelia descontrolada de los comienzos, ya encausada como una banda de rock con un disco, pero siendo aún un secreto para pocos. Nada hacía suponer entonces la explosión que sobrevendría después.

En aquel sótano había tipos con sobretodo que fumaban cigarrillos negros, chicas con minifalda de cuero y medias de red, sexo, bohemia lumpen intelectual y rocanrol. No era la imagen de la felicidad. Pero era todo lo que necesitaba yo para ser feliz. Y me juré que iría a verlos siempre. Así empecé.

Paralelamente seguía a Sumo. Porque me alucinaba la banda y porque Luca era mi comandante pelado. Pero si bien la energía de Sumo era desbordante y más rockera que lo que alcanzaba a imaginar mi mente, la poética ricotera me fascinaba.

Me deslumbraba Luca, porque se plantaba en escena como nadie, se salía del molde, provocaba. Pero en el fondo, mi sueño era escribir como el Indio, un tipo que en el escenario tenía una elegancia que se elevaba apenas un poquito que la de un tipo común.

Era al Indio a quien le imitaba los movimientos, ese pararse en una pierna estirar los brazos y girar. O plantarse con el cuerpo hacia un costado. Nada del otro mundo. Pero elegante y personalísimo. Me daba la impresión de que había que pararse así, caminar así, para poder escribir así. El Indio era un poeta, un cronista, escribía en la Cerdos y Peces. Además de ser el frontman de Los Redondos. Lo tenía todo.

Después del Parakultural fui a la presentación de Oktubre, en Palladium. Aquello fue una celebración dark. Después me pierdo el orden, pero recuerdo perfectamente cada concierto.

Hubo un Bambalinas, donde estuvo Symms haciendo un monólogo. Recuerdo un Teatro Fénix, en Flores, un 20 de junio, que arrancó tardísimo. Bueno, siempre arrancaba tardísimo todo. Tres de la mañana, cosas así. Encima, como era “solos y de noche”, antes no había otras bandas. 

En el Fénix fue particularmente tarde. Y recuerdo que primero subió Skay, que tocó Aurora, solo con la guitarra. Algunos nos pusimos a cantar “alta en el cielo, un águila guerrera”, sin entender mucho qué estaba pasando. Un homenaje ricotero al Día de la Bandera.

Los vi también en Cemento. Estuve la noche en la que subió Luca a cantar la versión de Criminal Mambo. Fue histórico y, sin alardear, sabíamos que aquello era histórico. Digo, los fans de aquel momento, sabíamos que aquello tenía un significado especial. Los Redondos no solían tener invitados. Y que subiera Luca era algo rarísimo. Nadie entendía nada y deliramos.

Por supuesto, nadie sabía que Luca se iba a morir pronto y que aquella versión de Criminal Mambo quedaría en la historia como un hito mucho mayor que el que presagiábamos entonces quienes estuvimos allí.

La muerte de Luca fue para mí la asunción definitiva de Solari I como emperador de mi universo calvo. Sin Sumo, Los Redondos pasaron a ser los amos de ese modesto mundo. Un mundo que, por otra parte, ya estaba dejando de ser tan modesto.

Cuando los vi en Satisfaction, un local en Bernardo de Yrigoyen, frente a Plaza Constitución, el asunto empezaba a ponerse más picante que de costumbre. Esa fue la primera vez que vi como el público se cagaba a trompadas.

No hablo de un quilombo puntual, porque eso puede pasar en cualquier lado. No, hablo de gente que quiero cagarse a trompadas. Y que está tan puesta que termina cagándose a trompadas. No con otra gente que quiere cagarse a trompadas, sino con cualquiera. En este caso, conmigo y con mi amigo Beto.

Zafamos de pedo, porque no teníamos ninguna intención de cagarnos a trompadas con nadie. Pero se empezaba a complicar meterse en el pogo. Al menos si sólo querías curtir pogo y no… cagarte a trompadas. A partir de allí la cosa se empezó a poner espesa.

Ya no eran la banda que vi por primera vez en un sótano. No, el público crecía. Era extraño, porque en un punto seguía siendo un fenómeno reducido. Los Redondos seguían moviéndose en los márgenes. Y musicalmente, cada vez sonaban mejor. Pero se hacía complicado ir a verlos.

La cantidad de gente que lo seguía crecía todo el tiempo. Daba la sensación de que podían llenar cualquier lugar en el que tocaran. Por eso a nadie le sorprendió que cuando decidieron hacer Obras, lo llenaran.

Resulta una obviedad decir que el quiebre fue el asesinato de Walter Bulacio. Que fue ese día en el que dije “basta” y que sentí que Los Redondos se habían terminado para mí. Pero en realidad debo confesar que, aunque sentí eso, las cosas sucedieron de otro modo.

Ese día pasó algo raro: el campo. Un Obras al aire libre fue algo totalmente distinto a lo que venía sucediendo hasta ese momento. No sólo ya no había sótano: ni siquiera había techo. Y eso, otra vez, era una metáfora. O una señal de la falta de metáfora: Los Redondos no tenían techo. Ni en convocatoria, ni en estética, ni en nada.

Yo escuchaba las canciones y no sólo me seguían representando: creo que cada vez eran mejores y sonaban mejor. En ese sentido creo que Los Redondos siempre sonaron mejor e hicieron mejores canciones. Nunca pararon de crecer, de volverse más complejos, jamás hicieron concesiones.

Obviamente, hay un factor sentimental que ata a las canciones a determinados momentos de la vida de la gente y a circunstancias históricas particulares. Pero objetivamente, Momo Sampler me parece un disco mucho mejor que Oktubre. Ojo, a mí.

Era lo que se generaba en torno a Los Redondos lo que estaba dejando de intersarme. El tener que cagarme a trompadas para tener una ubicación que me permita ver y escuchar bien a la banda. Eso o conseguir una cuña de periodista, que es la burocracia de las ubicaciones ricoteras. Y poco a poco me fui alejando.

Mientras tanto, en su afán de mantenerse al margen, tocaban en lugares extraños. Autopista Center, por ejemplo. ¿Quién más, además de Los Redondos, tocaba en Autopista Center? Y la verdad, el lugar sonaba horrible. Sin embargo, ellos iban a esos lugares al margen de todo porque querían seguir estando al margen.

Cuando los vi en Racing, aquello fue un regreso después de unos años. Me perdí la gira por distintas ciudades, en esa época ya no iba a verlos. Si me era un quilombo verlos en Obras, no iba a viajar hasta Olavarría para intentar percibir algunas ondas sonoras de algunas canciones conocidas, en un predio gigantesco.

Volví a verlos en River, hacia el final, ya en un palco, cortesía para la prensa. Desde un asiento cómodo, vi cómo la gente se desplazaba como hormigas durante el pogo más grande del mundo, mientras el Indio tenía que parar el recital todo el tiempo, por gente que se estaba haciendo daño.

Luego de eso, sólo vi a Skay en el Teatro de Colegiales y a Semi Dawi en el CAFF, pero nunca al Indio solista. Sí disfruté muchísimo el magnífico DVD con el show de La Plata. Pero ese es otro tema. Porque estaba hablando de Los Redondos, de esa banda que siguió siendo un secreto para millones, aún siendo la banda más convocante de la Argentina.

Hoy hago radio todas las madrugadas en el mismo lugar donde funcionaba el Centro Parakultural. La radio queda en un edificio, el mismo donde estaba el sótano en el que vi por primera vez en vivo a Los Redondos.

Voy de lunes a viernes de trasnoche, de 2 a 5 de la mañana, a contramano del mundo, como el Indio, Skay y Poli en aquellos años 80 en que me enseñaron a construir un mundo.

Un mundo complejo, por momentos algo insalubre y pendenciero, pero de una potencia  poética tan brutal que hace que todo valga la pena. Un mundo en el que siguen dando ganas vivir. El mundo en el que habito, el único mundo en el que soy capaz de ser feliz.

Un mundo redondo. Y de ricota. 

(Texto de Pablo Marchetti que abre el libro LA ÚLTIMA NOCHE DE PATRICIO REY, de Martín Correa, Humphrey Inzillo y Pablo Marchetti, editado por Gourmet Musical Ediciones, 2022)