Utopía según la cual, en épocas de pandemia, todos los problemas causados por la peste se solucionarán con una inyección. Pero el asunto de las vacunas trasciende ampliamente el devenir pandémico. En los últimos tiempos (pero desde épocas prepandémicas) se han hecho escuchar con cierta fuerza sectores que se oponen a la administración de todo tipo de vacunas. La lógica que los lleva a levantar estas banderas muchas veces puede confundirse con otros planteos en los que se cruzan teorías conspiranoicas y razonamientos fuera del alcance de una lógica más o menos comprobable. Como el terraplanismo, por ejemplo. O la vida en otros planetas. Entre la gente que defiende el uso de vacunas a pesar de reconocer los riesgos que implica inocularse con un virus para combatir al propio virus, se dice que atacar las vacunas es fácil cuando las vacunas son obligatorias. Porque los programas de vacunación obligatoria bajan considerablemente la posibilidad de contagio de las enfermedades para las que existen vacunas. Claro que también es justo reconocer que las teorías conspiranoicas sobre las vacunas existen porque tienen una buena base para existir. Las empresas capaces de producir vacunas (así como de imponer el relato que lleve a la necesidad colectiva de vacunarse) son grandes corporaciones. No existen pequeños y medianos productores de vacunas. Ni cooperativas, ni empresas recuperadas de vacunas. Tampoco hay vacunas integrales, sin agrotóxicos, ni vacunas mascabo o vacunas yamaní. La alternativa a las grandes corporaciones suelen ser los estados. Y en este caso, el asunto sí se vuelve absolutamente confiable. Porque como se sabe, gracias al incorruptible accionar de quienes los dirigen (o sea, los gobernantes), los estados son garantía de compromiso con la población y de no injerencia de los intereses de las grandes corporaciones y el capital concentrado.