UN PRÓLOGO INCÓMODO

En 2011 me convocaron de la revista literaria La mujer de mi vida para escribir un artículo. La revista era temática. Es decir, en cada número llamaban a distintos escritores para que escribieran relatos sobre un determinado tema. A mí me llamaron para el número dedicado a “pensamientos incómodos”. Obviamente dije que sí porque el asunto me interesaba mucho: ¿podía un pensamiento llevarme a la incomodidad? ¿Y mi incomodidad personal coincidiría con la incomodidad de quien leyera un texto? En definitiva, ¿puede un texto resultar incómodo?

Sabía que la respuesta era sí, que un texto podía ser incómodo. Pensé inmediatamente en textos incómodos y el primero que se me vino a la mente fue Viaje al fin de la noche, la magnífica novela de Louis Ferdinand Céline. Y pensé en esa avidez enorme por seguir leyendo algo que me causaba al mismo tiempo rechazo y fascinación. Lo de Céline era una historia magníficamente contada, despiadada, que terminaba constituyendo el mayor manifiesto nihilista en forma de relato. Como Nietzsche, pero en una novela.

La incomodidad que generó después Céline estaba toda contenida en ese libro: su odio antisemita, su colaboracionismo nazi, todo lo que hizo que el tipo fuera expulsado del paraíso literario al que su obra lo había conducido. Todo por pura incomodidad literaria, suprema incomodidad literaria. Si Adorno se preguntaba cómo se podía escribir poesía después de Auschwitz, yo me preguntaba entonces, parafraseándolo, cómo se podían escribir pensamientos incómodos después de Céline. Tenía que ser un tiro certero, no un enorme relato. Es decir, debía elegir un tema incómodo.

Hay temas cuya mención dispara infinitas lecturas. Pensemos en “amor”, “lectura”, “guerra”, “ciencia”, “religión” y un larguísimo etcétera. Por supuesto que también se pueden abordar esos temas desde los pensamientos incómodos, pues todo tema puede tener un costado vinculado a la incomodidad. Pero lo primero que surge con la mención de esos temas es otra cosa, otras formas de tratarlos. Ahora bien, si pensamos en “coprofagia” o “zoofilia”, pensamos en pura incomodidad, sin discusión. Lo mismo ocurre con “incesto”. Decidí escribir sobre el incesto porque me parecía un tema cuya sola mención ya generaba incomodidad. Y lo decidí porque, a diferencia de “coprofagia” y “zoofilia”, sí tenía algo para decir porque, con una hija de 10 años, me tocaba de cerca.

La zoofilia me causa un rechazo profundo. Me da asco, no puedo evitarlo. Sólo me resultó simpático cuando vi por primera vez a la Cicciolina meterse una víbora por la vagina en una película porno. Pero no sé si una víbora cuenta como zoofilia. Más bien es como un vibrador vivo. Lo demás, la genitalidad animal, me da asco y no puedo llegar a verlo. Hablo de películas, claro. En la realidad, jamás experimenté algo así ni remotamente. Es algo que me parece tan asquerosamente ridículo que suelo hacer muchos chistes al respecto.

En cuanto a la coprofagia, debo decir que en esta vida tengo dos límites muy claros: en el sexo, la coprofagia; en las bebidas, el fernet. Que se podría reducir a uno solo: detesto la ingesta de excrementos. Pero dejemos la zoofilia, la coprofagia y el fernet y volvamos a la incomodidad real y cuantificable: el incesto.

Cuando escribí ese texto tuve como referencia la canción Lemon incest, de Serge Gainsbourg. La canción juega con las palabras (el jeu de motes típicamente francés de Gainsbourg) un zeste de citron, que significa “ralladura de limón”, pero suena igual que “incesto de limón”. La letra es absolutamente ambigua respecto del amor de un hombre por su hija. Gainsbourg la grabó junto a su hija, que entonces tenía 12 años. Y como para que no quedaran dudas de la provocación enorme, hizo un clip donde ambos cantan la canción sentados en la cama, él con el torso descubierto. Charlotte Gainsbourg, la chica de 12 años, es una reconocida actriz. 

Cuando entregué el artículo, el editor y la editora de La mujer de mi vida me dijeron que era demasiado incómodo. Que estaba muy bien escrito, que lograba el objetivo de irritar, pero que era “muy fuerte”. Yo no podía creer lo que me estaban diciendo. Lo tomé como un elogio, pero también me enojé y me quedé algo desconcertado. Por las dudas lo consulté con varias amigas y varios amigos, escritores, escritoras, periodistas, familiares. La respuesta siempre fue “está muy bien, es respetuoso”. Y eso que consulté a alguna gente que podía sentirse muy herida por el texto y que no guardaba una gran opinión sobre mi persona.

Les dije a la gente de La mujer de mi vida que el texto que yo tenía era ese, que mi objetivo, justamente, había sido ser incómodo, sentirme incómodo y transmitir esa incomodidad. Y que si se habían sentido incómodos, había logrado mi objetivo. Apelaron entonces a la zona sensible del asunto: mi hija. En ese momento mi hija, hoy mi hija mayor. Me aclararon que me lo decían de corazón, que el texto podría resultar hiriente, que seguramente en un tiempo yo entendería que en realidad me estaban cuidando.

Finalmente, mis fallidos editores deslizaron el verdadero motivo. Como al pasar, y aclarando que no era algo que había sido central en su decisión, que realmente creían lo que me decían sobre el texto, pero que sumaba a redondear el enorme NO sobre la publicación, me contaron que había una marca muy grande de ropa para chicos que era el principal auspicio de la revista. Lógico: a la prestigiosa marca de ropa para chicos con onda, de padres con onda que les compran ropa con onda a sus chicos con onda, una ropa con tanta onda que financiaba una revista literaria con onda, no le gustaría nada que la revista literaria con onda publicara una nota sobre el incesto.

Me ofendí mucho cuando me rechazaron la nota. Y aunque siempre me pareció bastante ridículo sentirme censurado, lo que me pasó es bastante parecido a eso. Se lo comenté a mi amiga, la gran periodista Claudia Acuña, que me dijo: “Tenés que hacer un libro que se llame pensamientos incómodos. El texto está buenísimo. Seguí escribiendo sobre tus incomodidades, doblá la apuesta”.

Poco después me convocaron de la revista El Guardián para hacer una columna. Les propuse hacer “Pensamientos incómodos”. Obviamente me dijeron que lo del incesto era demasiado. Me pareció lógico: si no se lo bancó una revista literaria, ¿qué quedaba para un semanario de interés general? Dije que quería escribir sobre incomodidades más cotidianas, de progre pequebú que vive en contradicción con un mundo muy distinto al de sus ideas y sus deseos. Y así empecé a escribir en El Guardián lo que hasta ese momento era algo así como Pensamientos Incómodos, La Revancha.  

         La columna tenía muy buena repercusión, el público la recibía muy bien y los editores también. Hasta que hubo problemas. Resulta que un día escribí una columna sobre McDonald’s. Una columna que, dentro de todo, terminaba de un comentario elogioso a la cadena de comidas rápidas. Pueden leerla en el libro y comprobarlo. Pero la gerencia de la empresa no lo entendió así. Y amenazó al dueño de la revista con quitar toda la pauta si yo seguía escribiendo. El dueño de la revista era también el dueño de dos de las radios de FM líderes de Buenos Aires. Y la amenaza de levantar la pauta incluía, además de la revista, a las radios. El dueño de la revista, Raúl Moneta, decidió entonces que yo no iba a escribir más en El Guardián.

         Para entonces yo me había dado cuenta ya de que muchas de las cosas que estaba escribiendo seguían la línea de los pensamientos incómodos: una columna en Mu titulada “Crónicas sobre el fin del progresismo”, las crónicas que empecé a escribir en Perfil y los ensayos en La Vanguardia. Y a su vez se sumaban a las columnas que había escrito unos años antes en Miradas al Sur y en THC.

         Así se armó este libro. Con la incomodidad cuantificable en la negación de dos editores a publicarme en una revista literaria, y la posterior expulsión de un empresario, a pedido de uno de los principales anunciantes de un semanario. Dos actos que ponen en evidencia una incomodidad explícita por parte de dos medios. Y resulta una enorme respuesta positiva a mi pregunta de si se puede incomodar o no desde un texto.

         En una época en que todo puede ser dicho pero poco puede ser cambiado, es gratificante saber que aún queda, para los textos, la sana costumbre de incomodar. Y es bueno, también, entender cómo funciona la libertad de expresión en este mundo sin límites para el ejercicio de la literatura: todo puede ser dicho, pero no todo puede ser auspiciado. Por eso, el tabú mayor en esta sociedad no es el sexo, ni el incesto, ni la necrofilia: es el dinero. Pero no quiero adelantarme. Mejor pasen y lean. Que siempre nos quedarán los libros.