RICKY ESPINOSA: ESCUPIDA AL CIELO

A los 34 años, Ricky Espinosa, líder del grupo Flema, les dijo a sus compañeros de banda “me voy a tirar” y saltó de un quinto piso.

“Ahora te voy a hacer escuchar las canciones de mi proyecto electrónico”. Ricky Espinosa puso un CDR en el radiograbador con compactera; aquellos sonidos parecían surgidos de la prehistoria digital, sin que mediara en semejante gesto ni un poco de actitud retro. Las canciones hablaban de lo de siempre: “Las visiones de un tipo que tiene 17 años de adicto. ¿De qué querés que hable? ¿De internet? Si yo no tengo computadora. Los únicos mouses que conozco son las ratas que hay en casa”. De eso mismo hablaban otras canciones inéditas, “las stones”, según Ricky. Me contó que amaba el rocanrol y a los Rolling Stones, pero que el hermético grupo de punks que seguía a Flema no le permitiría que las toque en vivo. “Estos temas quedarán inéditos y los editará mi Yoko Ono, o mi Courtney Love”, bromeó entre risas.

Ricky vivía con sus padres en una casa muy pobre en Avellaneda a la que se accedía por la pieza de Ricky. O, más bien, la porción de vivienda en donde Ricky dormía y se expresaba. No era exactamente una habitación porque no estaba aislada. Era como un living grande, dividido por un placard. Del otro lado, el que no era el suyo, había una foto de un viaje de egresados a Bariloche y un par de imágenes religiosas. Al lado estaba la habitación de los padres y, más atrás, la cocina y el baño. El terreno de Ricky, aunque no estaba aislado, estaba bien delimitado: en las paredes había grafitis con la A anarquista, frases, fotos, afiches de recitales de Flema, de Hermética y de El Otro Yo, y varios discos y casetes.

Mientras hablábamos sentados en su cama, en la cocina, su mamá cocinaba y, más atrás, su padre trabajaba en un pequeñísimo taller. Los vi cuando pasé al baño. Los saludé y me miraron sin decir nada. Daba la impresión que no tenían la mejor impresión de los “amigos” que su hijo llevaba a su casa, aunque es probable que los “amigos” de su hijo no se calentaran mucho en saludar. Un rato antes, en un bar que estaba a un par de cuadras, Ricky me había contado que su padre lo había echado varias veces de su casa, pero que una y otra vez volvía y tenían que aguantarse mutuamente. Allí también me había dejado esperando porque en un momento de la charla me dijo “ya vengo, voy a pegar un papel” y volvió una hora después.

Me contó que había intentado suicidarse varias veces pero que era tan inútil que ni para eso servía. Pero no había estridencia en sus palabras. Su tono, sereno y despreocupado, era el contraste perfecto de su manera feroz de encarar el mundo. Ricky era el más punk de todos, capaz de hacer que los Sex Pistols parezcan N’Sync o los Ramones los Backstreet Boys. Era un escéptico total, que descolocaba permanentemente a su interlocutor, poniéndose siempre del lado del nihilismo extremo. Como si se tratara de un duelo, de un permanente “a ver quién se la banca más”. Decía que creía únicamente “en el instinto y el impulso” y que la única victoria que había tenido en la vida era hacer sus canciones y que salgan editadas en un disco.

Un par de días después lo vi en el camarín de Cemento a las cuatro de la mañana. Me convidó vino de una caja de cartón y me presentó a los músicos de la banda. Ya tenía la cara pintada y llevaba puesta la remera que decía “Flema es una mierda”. Una hora después salía a escena y una lluvia de gargajos lo recibía triunfal. Todo eso fue en abril del año pasado.

El viernes 31 de mayo pasado, Ricky Espinosa había terminado de grabar un nuevo disco de Flema, Cinco de copas, y estaba jugando al playstation en el departamento de Luichi, el guitarrista, con los demás integrantes del grupo. En un momento se levantó y dijo “me voy a tirar” y todos pensaron que se trataba de una broma. Pero no: Ricky caminó hasta la ventana y saltó desde el quinto piso. Así de simple, así de absurdo. Para la historia dejó ocho discos con Flema, dos con Flemita (su banda paralela, de covers) y uno solista, Vida espinosa. Y dejó también la sensación de que es muy difícil que el rock vuelva a hablar con un lenguaje tan filoso, llano y descarnado.

Ricky Espinosa no era un gran artista, pero era un artista único. Y si no pregúntenle a los pibes que llenaban Cemento. O a los fans que lo lloraron en la casa de un tío donde lo terminaron velando, porque ninguna cochería se quiso hacer cargo del posible bardo que podía resultar su sepelio. Porque muerto y todo Ricky siguió haciendo quilombo, como su admirado Kurt Cobain. Ojalá siga haciendo quilombo. Eso sería un triunfo. Otro más, Ricky.

(Rolling Stone, julio de 2002)