Tengo dos imágenes fuertísimas de Leonardo Favio, las dos en el departamento de la calle Uriburu, cerca de la Facultad de Medicina, su hogar y productora, donde lo entrevisté para la revista La Maga, en los años 90. Una, Favio sin su pañuelo, con el Chernobyl capilar que tenía debajo del manto de piedad devenido en ícono que utilizaba para ocultar públicamente lo inmostrable en su cabeza. Llegué, me saludó, charlamos un rato y después sí fue para la pieza y apareció con uno de sus clásicos pañuelos.
La otra imagen sucedió poco después: nos sentamos, prendí el grabador a casette y comenzamos formalmente la entrevista. De repente, Favio se puso a tomar agua en una mamadera. Mi mirada fue de tal desconcierto que no hizo falta que le preguntara nada para que él me aclarara por qué lo hacía: “Me gusta tomar de a poquito”. Aún no se habían inventado esas botellitas deportivas con un pico que permite tomar agua de a sorbos pequeños, igual que Favio con la mamadera.
Las dos imágenes pueden llevar a pensar en exentricidad, locura, desvarío o dejadez absoluta. Puede haber un poco de todo eso. Pero creo que la verdad del asunto es que Favio nunca dejó de ser un niño. Andaba sin pañuelo (que para él era como andar desnudo) porque era un niño. Y tomaba en mamadera porque era un niño. Lógico: Favio siempre decía que su cine surgía de la fascinación que había sentido él, un niño pobre de Mendoza, al llegar en tren a Buenos Aires y ahí nomás de la estación, en Retiro, haber ido al Parque Japonés.
Entre esa mezcla de parque de diversiones y atracciones, kermés y feria exótica, Favio encontró la materia prima de su poética. No es raro que se haya fascinado con el cine: en definitiva, los sets de filmación no eran más que la prolongación de aquellos recuerdos, de aquellos mundos, de aquellos lugares donde generar fantasías. Y su presencia allí era la necesidad de mantener ese sentir de la infancia. Una infancia que, como todo el mundo sabe, es la reserva natural de la creación y la imaginación.
Crecí admirando profundamente al Favio cineasta. A mi mamá le encantaban las tres primeras películas de Favio (“Crónica de un niño solo”, “El Aniceto y la Francisca”, “El dependiente”), las que habían sido aclamadas por la crítica, eran en blanco y negro. Mi mamá era bolche intelectual y le gustaban Kurosawa, Bergman, la Nouvelle Vague y el nuevo cine argentino, del que Favio formaba parte… hasta que se puso peronista explícito.
La irrupción de Favio como cantante fue un desconcierto para la intelectualidad porteña que lo adoraba. Imaginen, Favio era el Truffaut argentino y de repente se ponía a la par de Palito Ortega. Hasta hizo una película en plan actor-cantante para meter canciones y vender discos: “Simplemente una rosa”, dirigida por Emilio Vieyra. ¡Vieyra dirigiendo a Favio! Un absurdo total. Como Subiela dirigiendo a Woody Allen.
Ese lado B de Favio también me fascinó desde chico, pero fue una fascinación que me tuve que buscar solito. La música de Favio no estaba bien vista en casa, como la de Sandro. Eso hizo que en mi casa “Juan Moreira” y “Nazareno Cruz y el Lobo”, sus películas más taquilleras, pasaran sin pena ni gloria. Yo las vi en video y me encantaron. Igual que la joya maldita: “Soñar, soñar”, esa obra maestra en la que Favio otra vez vuelve sobre sus atracciones de feria, pero donde también hace guiños a su carrera como cantante.
“Soñar, soñar” es como si Favio hubiera filmado su propia versión de las películas de cantantes populares de aquellos años. Como si le hubiera dicho a Vieyra: “¿Ves?, así se hacen estas películas”. Una película de autor y de cantor, de aventuras que, a diferencia de todas las demás en su género, termina mal. Como Favio, que también terminó mal en un año, 1976, en que todo parecía terminar mal.
El peronismo de Favio es espiritual y estético. La poética de Favio es tan peronista que no sé si un europeo puede entenderla. Por eso Favio nunca fue un tipo tan reconocido afuera. A diferencia de Pino Solanas, que sí retrató la visión más política del peronismo, hizo aplaudir de pie a Venecia cuando presentó “La hora de los hornos” en la mostra 1968 y hasta arrojó al cine político radical a Jean-Luc Godard, Favio jamás tuvo esa clase de reconocimiento internacional.
Mientras Solanas eligió filmar a Perón en Puerta de Hierro (en 1972) para que adoctrine a la juventud, Favio hizo “Perón, sinfonía del sentimiento” en los 90, y eligió el camino del documental antojadizo y desbordado, en el que Perón es un personaje inmaculado que sólo admite parangón con Jesucristo.
Cuando se fue al exilio, Favio no partió a París sino a Colombia. Y se dedicó a cantar canciones de amor, no a filmar el exilio. Aclaro: soy un fan absoluto de Pino Solanas como cineasta y celebro su coraje por involucrarse en una vida política que siempre lo apasionó. Pero Favio era otra cosa. Favio era un poeta profundo. Por eso Favio hizo carne la frase que le pidió prestada a Osvaldo Soriano para “Gatica, el mono”: “Yo nunca me metí en política, yo siempre fui peronista”.
Favio nunca aceptó un cargo, aunque se lo ofrecieron millones de veces. Si se embarró (y vaya si lo hizo, participando en el palco de Ezeiza) lo hizo por convicción o por dejar una obra. Sí, “Perón…” fue financiada por Eduardo Duhalde, ¿y? ¿Alguien es capaz de poner las manos en el fuego por los mecenas de Leonardo o Miguel Ángel? ¿Y alguien lamenta que estos artistas se hayan dejado financiar? ¿No es el mundo un lugar mejor con esas obras? Lo mismo ocurre con Favio.
Diecisiete años tardó Perón en volver a la Argentina tras partir al exilio en 1955. Diecisiete años tardó Leonardo Favio en volver a filmar tras “Soñar, soñar”. Y en estos 17 años de Favio yo me sentí parte de la juventud maravillosa que esperaba ansiosa la llegada de su líder. Esperé “Gatica, el mono” como no esperé jamás una película en mi vida. En el medio, en la espera, hice las primeras entrevistas a Favio donde hablamos de películas, de arte, de política, de Dios, de peronismo y hasta de cuestiones coyunturales, como una discusión sobre una Ley de Cine.
Cuando se estrenó “Gatica” yo editaba la sección Cine de la revista La Maga. Y obviamente hice la crítica. Le puse un 10. La vi en una función de prensa y la vi tres veces más en el cine, esa misma semana. Quedé fascinado, extasiado. Recuerdo que Dalmiro Sáenz escribió algo que me impactó: “El verdadero artista es aquel que nos hace pensar y sentir cosas que nosotros no sabíamos que pensábamos y sentíamos. Y eso logró Favio conmigo: hacer que parezca inteligente”.
Si digo que es su mejor película no puedo dejar de pensar que es también la más contemporánea, mi Ezeiza sin muertes ni tiros, la confirmación de que Dios existe. Un Dios capaz de conmover al rico y al pobre, al intelectual y al analfabeto, a cualquiera que tenga algo parecido a un sentimiento. Y si no lo tiene, tranquilos: ahí está el Dios-Favio para inventarlos.
Un Dios capaz de encontrar la tensión dramática y poética en el lodazal del kitsch pero sin caer en la tentación posmoderna del camp o la burla. Un artista popular y no pop, porque no está de vuelta de nada. En “Gatica” hay una escena que sintetiza la pasión de Favio, el credo de Favio, la fe de Favio. Que consiste en borrar las tensiones entre “alta” y “baja” cultura, dos universos de los que descree.
En un momento Gatica y su mujer se están peleando duro en la nueva casa que compraron gracias a los millones del campeón. Se putean y se tiran de todo, platos, lo que sea. Hasta que ella estalla en un llanto y le recrimina: “Me rompiste los elefantitos”, en referencia a uno de esos elefantes de adorno, de porcelana, de la suerte a los que se les enrollaba un billete en la trompa. Lo mismo ocurre con la canción: Favio es un cantor melódico que habla de vos y le dice “piba” a las mismas que otros llamaban “chica” o “nena”.
Ayer se murió un artista, se murió un cineasta, se murió un cantautor, se murió un guionista y se murió un actor. Pero eso no importa, todos los días se muere gente importante, valiosa, querida. Lo que sí importa es que ayer se murió un universo y la posibilidad de recrear nuevos universos.
Y lo más importante de todo: ayer se murió un niño. Un niño genial, universal, que estuvo solo y se volvió multitudinario. Pero un niño, a fin de cuentas. Y se sabe que cuando el que muere es un niño, a todas y a todos nos pone mucho, muchísimo más tristes.