EL INSULTO, ÚLTIMA ESTACIÓN DEL COMBATE DIALÉCTICO

““Puto el que lee esto.”

Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. “Puto el que lee esto”, y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete”.

Así comienza “Palabras iniciales”, un magnífico cuento de Roberto Fontanarrosa, el primero de su libro “Usted no me lo va a creer”. El cuento arranca con una provocación absoluta. Pero también con un notable y necesario ejercicio de honestidad. Honestidad brutal, que es la única honestidad real. Lejos de tratarse de un disparate, la reflexión de Fontanarrosa es profundamente sincera y de una sabiduría infinita. ¿Pero dónde es que radica la fuerza de la frase “puto el que lee”? Muy simple: de su condición iniciática. Porque es una frase que combina la simpleza infantil con la revelación.

Puto el que lee esto

La elección del título del libro (“Palabras iniciales”) no podía ser más exacta: “Puto el que lee” funciona como una epifanía. Después de leer esas palabras, el mundo de una persona nunca volverá a ser igual. Por una razón muy simple: esa frase es la puerta de entrada al mundo de los insultos. Tan claro lo tiene Fontanarrosa que no sólo le dedica un cuento a esa frase: también refuerza la idea con una multiplicidad de recursos literarios y retóricos que encuentran su epítome en la calificación absolutamente insultante de uno de los baluartes del Siglo de Oro español y de toda la poesía en lengua castellana: Luis de Góngora.

“El pelotudo de Góngora”, dice Fontanarrosa (en realidad, el personaje que creó Fontanarrosa para narrar en primera persona) con una contundencia y una síntesis exquisitas. Alguien podrá agregar que también con liviandad, es cierto. Pero no se trata aquí de discutir la relevancia o no de Góngora en la historia de la literatura. Se trata de encontrar la forma y el momento exactos en que un término alcanza el punto más alto de su existencia en el mundo de los insultos. Y la liviandad y la arbitrariedad con que se reparte un insulto siempre suman contundencia a la condición insultante.

 “El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo”, sigue el personaje-Fontanarrosa, con una seguridad y una arbitrariedad que sólo se encuentran con tal potencia en los insultos. Y esos insultos sólo se pueden construir porque de algún modo, quien los emite conoce en profundidad la forma en que se hostiga a otra persona. Y el “puto” que en la frase se dice que “lee” será también quien lo escriba. No puto en el sentido estricto de homosexual: puto en un mundo donde el término lo único que no incluye es valentía, coraje, orgullo.

Un espejo

“Puto el que lee” es un insulto iniciático porque es, además, un espejo. Y como buen espejo, nos deja en evidencia, nos devuelve la autocrítica más despiadada, nos muestra la verdad. O el reflejo de la verdad. Un insulto es como un boomerang y cuanto mayor es la violencia con que lo empleamos, es muy probable que mayor sea la violencia con la que nos vuelva. Quien escribió “puto el que lee” tuvo que haber leído, inexorablemente, “puto el que lee”.

Si hay algo que define a un insulto es el hecho de incomodar. Quien profiere un insulto está creando también un mundo donde todo es incierto. El hecho de insultar es algo que, para quien lo hace, define al insultado. Pero es posible también que el resto de la humanidad lo vea como un rasgo que define al insultante. Y “Puto el que lee” es, posiblemente como ninguna otra, una frase de insultador y de insultado. De allí su carácter revelador. “Puto el que lee” es, además, una frase que, como todo insulto, nos provoca un mundo de emociones dual: por un lado, la alegría, la sabiduría y la ansiedad por usarla; por el otro, la angustia, el temor y la prudencia extrema al usarla.

Un insulto es como un arma en manos de quien ama las armas. Con una diferencia: es un arma dialéctica y, por lo tanto, su capacidad de daño depende de la inventiva de quien insulta. Claro que existen también en el mundo de los insultos las armas y existen también las municiones: los términos y las expresiones insultantes están ahí para usarse, no es que hay que inventarlo todo. Si hubiera que inventarlo todo no estaríamos hablando de lenguaje, sino de un acto divino. La inventiva al insultar es entonces como la puntería y la destreza para usar un arma, que es el lenguaje insultante.

Rito iniciático

Este libro se llama “Puto el que lee” porque es un diccionario de insultos. Claro que podría llamarse simplemente así: Diccionario de Insultos. Pero de ese modo no no captaría adecuadamente la atención del lector o la lectora. Es decir, no estaría a la altura de aquello de lo que pretende ocuparse y dar cuenta. El título “Puto el que lee” es la mejor forma de presentar este libro de manera coherente, que en este caso es lo mismo que decir insultante. Un insulto que, como se dijo, pretende definir al insultado, pero termina definiendo, sobre todo, al insultador. Léase, en este caso, al autor.

“Puto el que lee” es la mejor forma insultante de presentar este diccionario de insultos. Pero, sobre todo, es un homenaje a este rito iniciático, a esta aproximación primaria a un mundo que nos va a acompañar toda la vida: el de los insultos. Un mundo que, a partir de esa primera revelación, hará crecer y diversificar nuestra visión del mundo. Porque existe en la forma de insultar una cosmovisión, un corpus ideológico, una fe. Por eso no hay persona en el mundo que no insulte. Por eso no existen sociedades sin insultos, del mismo modo que no existen sociedades sin religión.

Insultar es mostrar el empeño que ponemos en diferenciarnos de alguien o de algo. Cuanto mayor es la diferencia que queremos exponer, más creativo debe ser el insulto. Y esa creatividad requiere de una dedicación que muchas veces puede parecerse a la creatividad y a la dedicación que le dedicamos a las expresiones y a las palabras de amor. Ese punto donde el odio se presenta mucho más cercano al amor que a la indiferencia, también vale para el insulto.

No hay nada más alejado del insulto que la indiferencia. El insulto es lo contrario de la indiferencia. Frente a lo que nos provoca indiferencia no insultamos: ignoramos y ya. En cambio, para insultar, aquello que insultamos debe movilizarnos o motivarnos de algún modo. Sin esa motivación, el insulto no existe. Insultar es llamar la atención sobre alguien o algo. De una manera brutal y despiadada, sí, pero con toda la atención (y también la tensión) que se requiere para expresar semejantes palabras.

Insultar es apostar por la palabra. Alguien podrá decir que existen también gestos insultantes. Esto es rigurosamente cierto y es por ello que este diccionario tiene un apéndice con gestos insultantes. Pero lo principal es la palabra. Y la palabra es una representación simbólica de un estado espiritual y una forma de comunicarnos inventada por el ser humano como forma de ejercer un rasgo distintivo de nuestra especie: la razón. Los animales no insultan: somos nosotros, seres racionales, quienes ejercemos esa actividad.

Cuando un ser humano quiere pelear, muestra su lado más animal. De allí que “animal” sea un término insultante. Ser un “animal” significa, como insulto, renunciar a la característica humana por excelencia: la racionalidad. Y aunque pueda pensarse lo contrario, proferir insultos es una apuesta por la racionalidad. Alguien podrá opinar que esto es un disparate, que los insultos tienen una arbitrariedad tal que sólo se encuentra cuando se pierde la razón. Error: la racionalidad tiene una gran cantidad de matices.

Llamado a la razón

El insulto es algo racional y, como tal, sólo existe en el universo humano. Se necesita de la razón para expresarlo y para comprenderlo. Si en ocasiones se nos presenta como algo irracional es porque generalmente el insulto es lo más irracional de la razón, la última estación de un combate dialéctico. Insultamos porque es la forma en que tenemos las personas de representar batallas que en otras especies sólo se dan con la violencia física. El insulto es lo que impide la confrontación a los golpes. Gracias a que podemos insultar nos evitamos los intercambios de puños, de patadas, de lesiones. Dominar el arte del insulto es, por lo tanto, crucial para un mundo donde las palabras juegan un papel fundamental.

Al goce de usar bien un insulto le puede seguir la angustia por recibir un insulto poderoso. Una angustia que no sólo se vincula con la susceptibilidad en la autoestima que puede causar el insulto en un sentido más literal. En un combate insultante, un buen insulto recibido también nos puede dejar mudos por la imposibilidad de responder algo mejor. Y ese silencio marcará nuestra derrota, la certeza de que hemos sido vencidos, que el insulto de la otra persona funcionó.

Decíamos que no existen sociedades sin insultos como no existen tampoco sociedades sin fe. Y deberíamos agregar algo más: como tampoco existen sociedades sin arte. Porque todas las sociedades necesitan representaciones que nos recuerden que tenemos ilusiones, que a pesar de la autoconciencia de la muerte, estamos dispuestos a hacer lo imposible por intentar disimular ese dato maldito, trágico, de la finitud de la vida. Por eso, además de ser un acto que funciona de un modo muy parecido al de las expresiones de amor, el insulto también funciona de un modo muy similar al de la fe y al del arte.

Cuestión de fe

Pensemos en la Navidad. No se necesita ser cristiano o católico para celebrar la Navidad. Son centenares de miles las familias que cada 24 de diciembre se reúnen para cenar y esperar que dé la medianoche y brindar. Hay inclusive una precisión muy grande en cuanto al horario, algo que parece desmesurado si se tiene en cuenta que mucha de la gente que celebra no recuerda siquiera quién fue Jesucristo. El objetivo, en muchos casos, parece más puesto en brindar hasta embriagarse, comer mucho, tirar fuegos artificiales y pasar un rato en familia.

El momento familiar de la Navidad no necesariamente tiene que ver con una noción idílica de familia. Muy por el contrario, la mayoría de las veces este encuentro familiar requiere de una preparación mental o emocional previa para afrontar un momento tenso. Así y todo continuamos el rito año tras año, sin importar ni los disparates que tenemos que escuchar, ni las miserias que, sabemos, dirán de nosotros una vez finalizado el encuentro. Que son del mismo nivel de maldad que el que manejaremos nosotros para hostigar y criticar la actitud del resto de la gente.

Aunque sabemos que las relaciones familiares son ásperas, aunque nos dirigimos hacia una confrontación segura, aunque sólo nos quede hacernos los boludos y evitar temas conflictivos (política, fútbol, crianza de niños, roles en la pareja, religión, y un muy amplio etcétera) para que todo no termine en una pelea, así y todo cada 24 de diciembre volvemos a esa mesa maldita e inevitable. Y nos encomendamos, año tras año, como quien tiene escrito un destino inevitable, a esa superstición colectiva que es la Navidad.

Del mismo modo que las convenciones religiosas nos constituyen aún si nos consideramos fuera de la fe, las convenciones de los insultos nos definen aunque no ejerzamos permanentemente estos términos. El conocimiento del insulto, con su consecuente posibilidad de uso de los términos y expresiones insultantes, constituyen esa fe que nos convierte en personas relacionadas con este universo donde conviven insultados e insultantes. Así como no podemos escapar de la Navidad o de ser hincha de un club de fútbol (otra fe concreta y palpable, independientemente de que nos guste o no el fútbol, de que sigamos o no el campeonato), del mismo modo se nos vuelve inevitable ser parte del mundo del insulto.

Fe, superstición, sensación de que no se trata de una construcción cultural colectiva sino de un mandato divino o natural: por todo eso los insultos se parecen tanto a las creencias y a las religiones. Pero los mismo argumentos también podrían servir para afirmar que los insultos se parecen mucho al arte.

Por el arte

La condición artística de un insulto se hace evidente en la acepción más difundida del término arte. Podemos hablar del “arte de insultar” para referirnos al insulto hecho con estilo, pericia y sofisticación. O, para decirlo de un modo menos poético y más contundente: al hecho de causar sorpresa, que es finalmente lo que muchas veces esconde aquello que pomposamente definimos como “arte”. Pero el vínculo del insulto con el arte no se restringe a la forma en que se construye el insulto.

El arte no es patrimonio del artista. Para que el arte exista no sólo hace falta quien lo haga: también hace falta quien lo consuma. No es una cuestión retórica: es una necesidad real. Lo que emite un artista debe ser comprendido e interpretado por un espectador. La multiplicidad de espectadores redunda en multiplicidad de interpretaciones y lecturas, que es cuando el arte alcanza su mayor contundencia. Una obra funciona y está viva cuando logra armar a su alrededor distintos circuitos interpretativos que muchas veces difieren por completo con la lógica pensada por su creador. Lógicas creíbles y aplicables a una obra, en las que el artista jamás pensó como posibles. Si se reemplaza “arte” u “obra” por “insulto”, el enunciado funciona de un modo muy similar.

“Puto el que lee” da cuenta de un vastísimo léxico insultante. Pero como sucede con el arte, el insulto también depende del contexto. Esto es evidente en el caso del arte contemporáneo. Es lógico que Goya será siempre Goya, por más que esté en el Museo del Prado o en un contenedor de basura. Lógico, la Maja Desnuda siempre será más imponente en el Museo del Prado que en un contenedor de basura o en un bar sucio de Madrid. Pero hay otros casos donde el contexto juega un papel fundamental y resignifica toda la obra.

En contexto

En 1917 Marcel Duchamp mandó un mingitorio a un salón de arte. Ese gesto (nótese: más el gesto que la “obra” en sí; la decisión de enviar un mingitorio es más importante que el propio mingitorio) fue fundacional de un tipo de arte que Duchamp llamó “no retiniano” y que, con el tiempo, recibió el nombre de “conceptual”. Ambos términos describen la operación: lo que importa no es lo que ve la retina sino lo que genera en la razón; lo que importa no es la obra, sino el gesto. Y en ese gesto, en esa operación, el contexto juega un papel fundamental.

Si bien no es lo mismo que La Maja Desnuda esté en un bar sucio que en el Museo del Prado, como se dijo, Goya siempre será Goya. Porque Goya es Goya por lo que se puede observar (sí, observar, esa operación “retiniana”) en los cuadros. Todo el poder artístico de La Maja Desnuda está en el lienzo, en el óleo, en el cromatismo, la textura y la composición de esa obra. La obra de Duchamp, en cambio, depende absolutamente de un contexto: el mingitorio en un contenedor de basura, es basura, y en una galería de arte o en un museo, es una obra. Claro que para eso precisa de otras convenciones, que esa obra tiene: una firma (Duchamp firmó el mingitorio como R. Mutt), el año (igual que los cuadros, en el caso del mingitorio está al lado de la firma, 1917) y un título. Porque esta obra tiene un título: Fontaine. Con ese contexto, el mingitorio es una obra de arte y no basura (como lo sería en un contenedor) o un producto a la venta, como lo sería en una casa de sanitarios. Del mismo modo, los insultos también dependen de un contexto.

Hay términos que siempre son insultantes, pero hay otros que no. Inclusive términos que el uso transformó en otra cosa. Un caso paradigmático es el de las palabras que definen a los hinchas de fútbol. La mayoría de los términos que nacieron como y por insultantes hoy son usados con orgullo por los insultados: cuervo, bostero, gallina, quemero, canalla, leproso, tatengue, negro… “Oooohhh, yo soy tatengueeeeeee”, puede cantar la hinchada de Unión, al ritmo y la melodía de “¿A dónde vamos?”, canción de la legendaria banda santafesina La Naranja. Y lo haría con orgullo.

Boludo

Algunas palabras y expresiones dependen absolutamente del contexto para alcanzar su dimensión. Son pocas, pero son clave. Básicamente dos: “boludo” e “hijo de puta”. Boludo es un término vital para entender el habla cotidiana de buena parte de los argentinos y las argentinas. E indispensable para entender el habla cotidiana de los porteños y la porteñas. Si bien hay muchas analogías con términos que significan básicamente lo mismo, boludo es un término nativo argentino. Es una palabra emblemática de buena parte de los argentinos y las argentinas. En cualquier lugar del mundo, una sátira a un argentino implica un tipo que dice “boludo” cada dos palabras.

Existe un sinónimo de “boludo”, un término igualmente local aunque con algunas leves diferencias: “pelotudo”. El uso descalificador es exactamente el mismo. Hay algunos matices, dados básicamente porque una palabra tiene cuatro sílabas contra tres de la otra, y porque esa palabra más larga empieza con una letra de pronunciación potente como la P contra una de pronunciación suave con la B. Tal vez esos matices fueron decisivos a la hora de decidir que “boludo” pueda ser utilizado cotidianamente en forma amistosa, como vocativo neutro, mientras que “pelotudo” sólo acepta un carácter confrontativo.

Boludo alcanza semejante nivel de popularidad y de contagio amistoso porque en todas las personas existe la certeza de que todos y todos somos boludos y boludas. Boludos es todo lo que estamos dispuestos a admitir que somos. Sabemos que también somos bastante pelotudos, pero hasta boludos es el límite que nos podemos bancar como sociedad. Por eso el hecho de ser boludos nos define y nos constituye. Las palabras se popularizan porque las necesitamos. Y nosotros necesitábamos boludos. Lo de hijo de puta, en cambio, es bien diferente.

Hijo de puta

La expresión “hijo de puta” es absolutamente universal. Y en todos los idiomas donde existe se usa exactamente igual, con toda la gama de matices que esta expresión tiene en castellano. Decirle a alguien “sos un hijo de puta” puede ser una descalificación durísima o un elogio reverencial. Lo mismo sucede con la exclamación “¡qué hijo de puta!”, que, en términos futbolísticos, puede servir tanto gritarle tanto a un delantero que erra un gol solo debajo del arco, como a uno que elude a dos defensores y se la pica por encima al arquero. Y en términos musicales, al swing o a la falta de tempo de un grupo.

Hijo de puta es una expresión muy difundida, sin dudas. Pero tiene un problema: es profundamente estigmatizadora. Por un lado, a la condición de prostituta. La expresión sentencia que el hijo de una prostituta va a ser inevitablemente una muy mala persona. Por otro, a la madre, depositaria de la condena a pesar de la ausencia. Para un análisis detallado del rol de la madre en la construcción de insultos, este diccionario tiene un anexo dedicado al tema.

 La vigencia del término hijo de puta es uno de los más claros ejemplos de lo instalado que está el machismo en el habla cotidiana. Es equivalente a lo naturalizado que está el comer carne de animales que no hemos matado. Y lo dice alguien que jamás mató una vaca para alguno de los miles de asados que comió, y que permanentemente dice “hijo de puta” en todas sus acepciones. No se trata aquí de pontificar, sino de dar cuenta de expresiones que no sólo existen, sino que forman parte de nuestro habla cotidiano.

Garcas o boludos

Boludo e hijo de puta son dos términos que sintetizan una pugna dialéctica entre dos condiciones humanas. Pero como “hijo de puta” es un término machista, vamos a reemplazarlo por otro, mucho más autóctono, que nos representa tanto como “boludo”: “garca”. Si “boludo” es lo que no nos gusta pero somos capaces de admitir; “garca” es lo más inconfesable de todo lo que nos encanta. Como nos asumimos boludos, en realidad no somos mucho más boludos de lo que creemos. Pero como no nos asumimos garcas, sí somos mucho más garcas de lo que creemos.

La pugna dialéctica entre garcas y boludos es clave para entender cómo funciona una sociedad. Es un recorte analítico que, en algunos casos, para entender algunos aspectos de comportamiento social, es aún más útil que la lucha de clases que planteaba Marx o la sexualidad que planteaba Freud. Ambos forman parte además, de una misma gran categoría de los insultos: el de los Valores.

Valores

En la literatura, en el teatro y en el cine existen poquísimos temas. La destreza está en cómo decir lo mismo de un modo completamente distinto, para crear algo que, creíamos, no existía previamente. Lo mismo ocurre con los insultos. ¿Cuántos temas hay? Son poquísimos. Existen sólo tres grandes grupos de insultos.

  1. Valores
  2. Apariencias
  3. Prejuicios

Como se dijo, los valores sólo se reducen a dos: garcas y boludos. La de los valores es la única de las tres categorías que está desprovista de toda carga estigmatizante. Los valores son apreciaciones personales tolerables porque decirlos es inseparable de la condición humana. Todos los seres humanos tenemos una cierta escala de valores sobre el resto de las personas. El insulto allí se reduce a hacer pública esta apreciación. Se trata de la forma más intelectual, más razonable de insultar.

Apariencias

Las apariencias son una categoría intermedia donde existen algunas cuestiones vinculadas al gusto personal y otras más estigmatizantes y violentas. A diferencia de la dualidad planteada en los valores, en las apariencias existe una multiplicidad de variantes.

  1. Fealdad.

Este ítem podría llamarse “belleza”. Pero no sería más que una forma optimista de abordar el asunto. Porque lo que funciona como insulto es la fealdad. Y la fealdad o no de una persona es algo que permanentemente evaluamos. Diariamente, cada vez que se suben a un tren, un ómnibus o un subterráneo, millones de personas en todo el mundo piensan lo mismo: “¿A quién me cojería yo de este vagón?” O del transporte público que fuera.

Vivimos haciendo ránkings de belleza. Pero rara vez lo decimos. ¿Está mal el sinceramiento? Puede ser hiriente, es cierto. Pero entraría dentro de lo que se considera un insulto simple. Jamás nadie pensaría en calificarlo como “discriminador”. Al menos no debería serlo, de un modo directo. Pero en toda construcción insultante (al igual que en toda construcción discursiva) confluyen aspectos sociales muy diversos. Y en ese caso sí habría que pensar en una estigmatización hacia los excluidos del canon de belleza imperante. Y ni hablar hacia las excluidas. Cuando se le suma la condición femenina, en nuestra sociedad machista lo bello y lo feo se vuelve materia opinable obligatoria.

  • Enfermedades

Como sucede con la frase “puto el que lee”, las enfermedades son modos en que se hace explícito la condición de espejos que tienen los insultos. Decirle a alguien “sidoso” o “sifilítico” es una manera desesperada de tomar distancia de algo que sabemos que nos puede tocar. Un modo de decir que nos animamos a hablar de lo innombrable. Y, si nos pasa, poder decir: “Lo sabía, podía ocurrir”.

  • Aspecto

Otra categoría que tiene que ver con el juicio de valor sobre decisiones que toma una persona sobre su propio cuerpo: aseo, vestimenta, olor, corte de pelo, delgadez, gordura, musculatura, cirugías plásticas, maquillaje, accesorios. Puede discutirse si está bien o no hacer públicos ciertas opiniones sobre las apariencias de terceros, pero es imposible no pensar que esa clase de pensamientos y juicios de valor van a existir siempre en todos los seres humanos.

  • Naturaleza

Es parecido al anterior, pero no se trata de intervenciones sobre el cuerpo, si no de lo que la naturaleza le fue dando al cuerpo: altura, pequeñez, miembros grandes o pequeños, calvicie. Muchos de estos aspectos son los que terminan redundando en aquello que consideramos fealdad. Pero aquí lo que hay es la crueldad del detalle: desde una nariz grande a un par de piernas amputadas, pasando por ciegos, mancos y liliputienses, todo entra en esa categoría. Hay estigmatizaciones que tienen que ver con el machismo, como sucede en toda la vida social. Una mujer gorda o vieja siempre es juzgada más y más despiadadamente que un hombre gordo o viejo. Y también hay otras muy crueles, como las referidas a amputaciones o a personas con síndrome de down.

Prejuicios

Los prejuicios son los insultos más estigmatizantes, racistas y sexistas que existen. No hay en esta clase de insultos un juicio personal y personalizado (como lo que opina una persona sobre otra) sino que lo que se expresa es un prejuicio, basado en una construcción colectiva estigmatizante sobre un determinado grupo social, sexual, político, étnico, religioso o lo que fuera. “El negro es vago”, “el judío es avaro y traicionero”, “el gallego es bruto”, “el puto es puto”, “el hippie no se baña”, son algunos de los prejuicios más comunes para la construcción de esta clase de insultos.

     Existen distintos temas para estos insultos, que serán analizados en detalle:

  1. Sexo

El sexo es uno de los pilares del insulto. Y por tratarse

de una sociedad machista, los insultos son netamente machistas. Las principales víctimas son mujeres y homosexuales. A las mujeres se las endilga debilidad, ignorancia, poca pericia para los trabajos más importantes y una gran cantidad de otras fallas de origen que les impiden realizar tareas que al hombre por su naturaleza le salen mejor. Siempre según este prejuicio, claro está. Pero también, y sobre todo, lo que se estigmatiza es el cuerpo de la mujer, por ser considerada soberanía masculina.

         El sexo juega un papel fundamental en esta clase de insultos. El cuerpo de la mujer es materia opinable en todos los aspectos (apariencia, delgadez, gordura, juventud, vejez, color de piel, etc), pero fundamentalmente en aquello que proporciona placer. Y el sexo es clave a la hora de obtener placer. Es así que un término masculino como “zorro” tiene alguna connotación positiva (un “zorro” es alguien con malas intenciones, dispuesto a sacar ventaja, pero al mismo tiempo alguien que tiene la capacidad y la sagacidad para llevar adelante sus tropelías), “zorra” es descalificador fuerte y sólo tiene una acepción, que es negativa: “puta”.

         Lo mismo vale para infinidad de otros términos: “fiestero” o “fiestera”, “atorrante” o “atorranta”, etc. Y hay otros casos, como el más común de todos: “puta”. El masculino, “puto”, define al hombre homosexual, no a un hombre que ofrece sexo a cambio de dinero. Es de destacar que no existe un término insultante fuerte para definir a esa clase de hombres. La palabra en cuestión sería “gigoló”, que no es tan popular ni tan insultante. Sucede que un hombre que logra que una mujer le pague por sexo puede ser cuestionado desde su poca afición por el trabajo, pero nunca desde un punto de vista moral.

Un hombre que cobra por tener sexo con mujeres puede ser visto hasta con cierta admiración y envidia por otros hombres. Siempre que sea con mujeres, claro está. Un taxi boy (un hombre que tiene sexo con hombres a cambio de dinero) no es más que un “puto”, y eso sí es condenable y sumamente despectivo. No es casual que el masculino de “puta” defina a los homosexuales: sólo así el término puede lograr el mismo nivel de agresividad y condena que tiene su versión femenina.

Decirle a alguien “puto” es acusarlo de homosexual. Sí, acusarlo: el término “puto” es una acusación porque socialmente, este insulto indica de manera explícita que vivimos en una sociedad que condena a la homosexualidad. Es evidente que ha habido muchísimos cambios en los últimos años y que hoy el término “puto” se usa entre homosexuales con orgullo, como sucede con “cuervo, “bostero”, o “gallina” en el fútbol. Hace unos años hubiera sido insólito que existiera una agrupación política llamada Putos Peronistas.

La enorme condena a los homosexuales (que los confinaba a llevar una vida clandestina) se expresaba en la universalización de los insultos. Pero también en cómo recibían estos insultos los propios homosexuales. La aparición de Putos Peronistas es síntoma de un cambio de época no sólo en cómo la sociedad observa, juzga y condena a los homosexuales, sino a cómo los homosexuales asumen esta condición para llevar adelante su vida social cotidiana.

Hasta el siglo XX, todas las agrupaciones de gays, lesbianas, travestis, trans, etc, usaban el término “gay”, “lesbiana” u “homosexual”. Era impensado que alguien que quería reivindicar los derechos de un sector fuertemente estigmatizado y, por lo tanto, perseguido, usara el lenguaje de los perseguidores y estigmatizadores para asumir con orgullo esa condición. Apropiarse de esa terminología marca un avance social importante porque tiende a anular el sentido insultante no sólo del término, sino también de la condición sexual.  

  • Ideología.

         Esto incluye cuestiones políticas, religiosas, y morales. Es la menos estigmatizante y prejuiciosa de las tres, porque se trata, precisamente, de “ideología”, es decir, sistema de ideas que rigen la vida de una persona. El problema se vuelve complejo cuando se organizan masacres y genocidios para perseguir esas ideas. Son muchas las grandes persecuciones que se organizaron y se organizan desde los estados para perseguir a determinados grupos políticos o imponer una determinada moral. Pero esto excluye a los grandes genocidios del siglo XX, que se llevaron a cabo levantando banderas y construcciones étnicas antes que ideológicas.      

  • Etnia.

Pesa aquí el color de piel y el aspecto típico de una determinada región. Pero, sobre todo, la pertenencia a un determinado grupo cultural. Si pensamos en el genocidio nazi, las principales víctimas fueron los judíos y los gitanos. Se trata de dos culturas, no de religiones. Es cierto, existe la religión judía. Pero hay también muchos judíos que se consideran judíos pero que no son creyentes. Ellos también fueron perseguidos, torturados y asesinados por el nazismo. Lo mismo puede decirse de los armenios asesinados por los turcos: la persecución era a una cultura, a una lengua, a una tradición, a un grupo humano, más que a una religión.

Los insultos por etnia son lo que comúnmente se considera “racismo”. Aunque esto en general se relaciona con la idea de “raza”, es decir, de color de piel. Los negros perseguidos por el Ku Klux Klan, por ejemplo. O los negros estigmatizados y discriminados por su color de piel en prácticamente todos los países con mayoría de gente blanca. O el odio a los asiáticos. Todo eso es racismo de un modo evidente: la “raza” es una idea antigua e incómoda, pero es muy visible y, por lo tanto, muy clara. Vemos que una persona es negra, asiática o islámica, pero no vemos si una persona es judía, gitana o armenia, como tampoco vemos si es homosexual, comunista, católico o raeliano.

El fondo del asunto no es el racismo, sino el clasismo. Y en este sentido sí es válido y necesario el análisis de la sociedad que proponía Marx, más que la lucha entre garcas y boludos. Lo que resulta más peligroso en un insulto es la condición de debilidad social del insultado. No es lo mismo decir “negro de mierda” que “blanco de mierda”. Pero no por una cuestión racista. Porque el racismo en este caso no es más que una máscara del clasismo. Decir “blanco de mierda” parece un chiste. Nadie diría que es ofensivo. Como tampoco lo es “machista de mierda” y sí “feminista de mierda”. Como no lo es “millonario de mierda” y sí “villero de mierda”

La clandestinidad

Son famosas las imágenes de desfiles militares nazis, fascistas, soviéticos y chinos. Están documentados en muchísimos registros audiovisuales que en su momento esos gobiernos difundían a la población de sus países. Hoy pueden encontrarse en todos los canales de video que existen en la red. Vimos también infinidad de películas estadounidenses donde se enaltecía el accionar de los militares. El poder militar de las sociedades siempre fue mostrado con orgullo y con insistencia por el poder de esas sociedades. Esas mismas sociedades, en cambio, no expusieron públicamente sus insultos. Más bien los escondieron.

         En todas las sociedades, el insulto fue algo mucho más utilizado en la vida cotidiana que las armas de fuego. Pero las armas estuvieron siempre mucho más presentes que los insultos en las imágenes que los grandes medios de comunicación creaban o representaban de esas sociedades. Lo mismo ocurrió para el cine, la televisión o los medios gráficos. Al menos que los insultos fuertes, de esos que contenían las denominadas “malas palabras”. De derecha a izquierda, hubo un consenso en no hacer nada por legalizar o despenalizar el insulto en medios de comunicación.

La película Plata dulce (Fernando Ayala y Juan José Jusid, 1982) conectó con su época por su crítica a la política económica de la última dictadura militar, con la destrucción de la pequeña y mediana empresa nacional a manos de sectores que no producían sino que generaban ganancias como intermediarios. Pero eso fue sólo una parte. Porque la escena más famosa de la película es cuando Carlos Bonifatti (el personaje interpretado por Federico Luppi) dice: “Arteche y la puta madre que te parió”.

Por supuesto, hay una lectura política: Bonifatti dice esto cuando se da cuenta de que Arteche (interpretado por Gianni Lunadei) lo estafó. Arteche lo había invitado a Bonifatti a participar en la especulación financiera, a pesar de la permanente negativa del pobre Rubén Molinuevo (interpretado por Julio de Grazia). Es lógico que, como toda la gente que participa en la especulación financiera, no iba a tener ningún problema en estafarlo. La especulación financiera no tiene códigos, no sabe de amistad ni de vínculos familiares. Y Bonifatti entiende que fue un ingenuo y que la codicia por hacerse rico de inmediato le impidió ver lo evidente: que Arteche lo iba a estafar. Pero el verdadero hallazgo de la escena no es la estafa ni la revelación, sino la reacción: cómo es que Bonifatti expresa su bronca.

Si Bonifatti hubiera dicho: “Maldición, la ilusión de mi codicia no me ha permitido lo que realmente sos, Arteche: un mercenario al servicio del comercio más vil, aquel que no sabe de códigos ni de sentimientos, y que perjudica inevitablemente a las buenas personas”, seguramente la escena no hubiera tenido tanta fuerza. El habla cotidiana es en este caso lo liberador en una situación tan traumática. “Arteche y la puta madre que te parió” se transformó en un clásico del cine argentino porque decía lo que hasta ese momento nadie decía en el cine, pero todo el mundo decía en la calle.

         Durante muchísimo tiempo, el habla de la calle fue absolutamente distinta al habla de las películas o las series de televisión. Y no porque las películas o las series sólo dieran cuenta de elites ilustradas. Esta ausencia de insultos se veía también en películas y series donde, se suponía, se contaban historias de gente común, de la calle, inclusive vagabundos o parias sociales. El insulto fue erradicado del lenguaje utilizado en los medios y quedó así circunscripto al habla cotidiana. Con todo lo criminalizador que resulta una prohibición para su consumo masivo. El insulto vivió en una situación de semiclandestinidad. Por decirlo en términos de escalas imaginarias para medir esa clandestinidad, apenas dos escalones por encima de la marihuana.

Utopías modernas

Pensar en una sociedad sin insultos es como pensar en una sociedad regida por alguna utopía política del siglo XX. De las más autoritarias a las más libertarias. Ya sea por represión estatal o por disciplina autoimpuesta (en un sistema moral que rige de un modo similar igual tanto en el marxismo como en las religiones), el insulto se transformó en una elemento maldito. Un elemento propio de una marginalidad que, en la mayoría de los casos, significaba estar fuera de los márgenes sociales y de la ley. Algo que no necesariamente implica tener un accionar repudiable en términos de interacción real con el resto de las personas. Pero en este caso sí: los insultos, en tanto elementos prohibidos, pasaron a formar parte del lenguaje del hampa y sus alrededores. Y socialmente fue quedando marginado.

Tal vez  el denominador común de todos estos sistemas políticos fue haber intentado imaginar lo inimaginable. Pensar en una sociedad sin insultos es un sueño propio de la modernidad, algo que, desde el siglo XXI, desde el ojo de la tormenta de la posmodernidad, suena por lo menos delirante. Al mismo tiempo, sabemos que los insultos basados en los prejuicios conectan con situaciones violentas, que muchas veces encuentran su correlato en crímenes: femicidios, gatillo fácil contra pibes villeros, etc.

¿Cómo hacer para restringir y, en lo posible, borrar definitivamente el uso de esos términos, si sabemos que los insultos tienen que existir? ¿Se puede pensar en una reducción de daños del insulto? Personalmente, creo que sí. Para ello deberíamos antes tomar conciencia de que hay términos necesarios y fundamenteles. Y que si necesitamos reemplazarlos, tiene que ser por otro tan contundente. Por ejemplo, pensemos en uno muy difundido: “hijo de puta”.

Si la corrección política pedorra nos obligara a reemplazar “hijo de puta” por “mala gente”, por ejemplo, nos parecería ridículo. Y el uso del “hijo de puta” se transformaría en un acto de rebeldía que no haría más que consolidar, aún desde la clandestinidad, el uso de esa expresión. No está mal pensar en erradicar “hijo de puta”. Pero pensemos que en su lugar debe haber en algo tan contundente como eso. Si no, no sirve. Del mismo modo, el machismo no va a estar definitivamente sepultado hasta que no haya un término tan contundente para definir al cunnilingus como “pete” sirve para definir a la fellatio. Sólo allí pondremos en pie de igualdad no sólo el goce, sino también la posibilidad de contar con los insultos de invitación y amenaza para todo tipo de sexualidad.

Migajas posmodernas

 En la posmodernidad existen motivos para pensar que un cambio de paradigma insultante es posible. Pero también hay motivos para pensar lo contrario. El uso de “boludo” como vocativo neutro, de “hijo de puta” como exclamación admirativa, o de “puto” como autodefinición orgullosa, son a primera vista un avance. Pero pueden pensarse también dentro de una actualidad donde el insulto se ha universalizado hasta el punto de volverse inocuo. La interacción virtual ha generado nuevos canales de intercambios insultantes, hasta provocar una saturación.

Todo lo que se ha expuesto hasta ahora sobre el insulto está referido al insulto presencial, al que se dice en la cara del insultado o el que se dice a terceros porque quien recibe el insulto es alguien allegado a quien se le informa tal cosa: “el nabo de tu esposo”, “la trola de tu hermana”, “el pelotudo de tu hijo”. Para decir estas palabras hay que medir primero contexto y consecuencias. Las redes sociales han eliminado ese temor y ese cálculo porque han permitido llegar a cualquier persona desde el anonimato.  

El insulto virtual es al insulto lo que el sexo virtual es al sexo. Está la descarga y, de algún modo, está el goce. Porque está la posibilidad de hacerlo con quien tengamos ganas, sin ninguna clase de restricciones. El precio que tenemos que pagar por eso es una profunda baja en la intensidad de las relaciones: la que va del vértigo y el poder del roce de la carne y el intercambio de miradas, a la representación en la pantalla que proponen el insulto y el sexo virtual. No se trata aquí de decir “todo insulto pasado fue mejor”, ni apelar a ninguna solución que puede resultar tan fácil como falaz. Queda en cada uno y cada una determinar si esa nueva condición del insulto intensifica o amortigua aquello que conocimos como insulto en los lejanos tiempos de la modernidad.

Corrección e incorrección

La intensificación y la anulación del insulto que surgen con el uso masivo de redes sociales y periódicos virtuales tiene su contracara: la corrección política. Y uso el término a conciencia, teniendo bien en claro que se trata de algo con mala prensa. Me gustaría evitar este lugar común. En general, preferiría evitar todo tipo de lugar común. Pero este me interesa particularmente. En nombre de una corrección política a la que no le gusta asumirse como tal, muchas veces se cae en una situación de linealidad que olvida la complejidad del ser humano, los infinitos niveles de lectura del alma humana. Pero también, en nombre de evitar o burlarse de esa corrección política se puede caer en justificaciones peligrosas.

La mala prensa de la corrección política existe por dos motivos:

1) El propio accionar ridículo de quienes se erigen en policías del lenguaje. Y ese accionar se torna ridículo por un motivo fundamental: la literalidad en la percepción de ciertos discursos. Esto omite un aspecto fundamental de la comunicación entre seres humanos: la ironía.

2) El trasfondo reaccionario que a veces tiene la incorrección política devenida en máscara de una supuesta transgresión. Si llevamos esto al extremo, ser nazi o cantar contra los negros, los villeros o los bolivianos puede transformarse en un gesto contracultural y de resistencia discursiva.

El juego

La tensión entre la “censura” políticamente correcta y la “reacción” políticamente incorrecta sirve para analizar muchísimos fenómenos socio-políticos de todo tipo. Lo que en la jerga cotidiana de la chicana militante significa “hacerle el juego a” alguien. Jugar significa, inevitablemente, ser funcional a algún otro jugador en detrimento de un tercero. La tensión entre la solemnidad supuestamente bienintencionada y la reacción supuestamente moderna es permanente. Y de acuerdo a esta lógica, siempre, inevitablemente, vamos a estar sirviendo a alguna de esas dos causas.

La proliferación de la corrección política en las redes sociales es la contracara complementaria de la proliferación de la incorrección política insultante. Y también ha tenido, como en el caso de los insultos, un efecto dual. Por un lado, se logró que causas como la no violencia hacia las mujeres o la lucha contra la homofobia tuvieran una enorme difusión. El hashtag #NiUnaMenos (creado por la periodista Claudia Acuña) fue clave en la red de convocatoria espontánea y horizontal que desembocó en una serie de multitudinarias marchas para exigir políticas públicas para terminar con la violencia machista.

Como contracara, lo que fue un grito espontáneo y una convocatoria con fines muy nobles y justos, derivó en cierta burocracia y en algunos casos el reclamo se transformó en oenegé. Muchas veces las oenegés no existen para solucionar el problema sino gracias a que no se soluciona el problema. Y para evitar que el problema se resuelva y siga así siendo rentable, es necesario perseguir cualquier intento de abordar el problema distinto del que plantea la oenegé. Es así que en nombre de una buena causa o de un uso más correcto del idioma, lo que se hace es caer en la censura que implica decir lo que está bien y lo que está mal.

Las palabras y los discursos son el reflejo de determinadas construcciones de poder. Pero no se puede perder de vista que en definitiva no son más que eso: palabras. Las palabras no son los hechos sino la representación de los hechos. Y si bien ciertos discursos ayudan a cristalizar, a imponer determinadas relaciones de poder (sobre todo, son fundamentales para plantear como naturales o divinas cosas que son construcciones culturales) no dejan de ser palabras. Y si realmente importa la libertad de expresión, no habría que perder de vista esta cuestión. En definitiva, como se dijo, los insultos no son más que la última estación de la racionalidad. Y si descubriéramos que sirven para canalizar una ira que de otro modo se expresaría a palazos, golpes o cuchillazos, deberíamos admitirlas. Siempre es mejor que las agresiones queden sólo en palabras, por más nauseabundas, denigrantes y estigmatizantes que resulten.

Un mundo dinámico

El insulto es uno de los elementos más dinámicos de la lengua. Y tiene un dinamismo que sólo es comparable al de los términos relacionados con la tecnología. Pocos imaginábamos hace unos años que existiría el verbo whatsappear. Y este verbo existe gracias a un cambio comunicacional producto de un cambio tecnológico. Su aparición fue tan asombrosa como otro verbo que tampoco imaginábamos, pero que sí, existe y forma parte del mundo de los insultos: icardiar. La definición está adentro, en este diccionario.

Los términos relacionados con la tecnología cambian rápidamente porque es la tecnología la que cambia rápidamente. Hay un correlato entre ese mundo y los términos que dan cuenta de ese mundo, que representan a ese mundo en el territorio de las palabras. En cambio lo que ocurre con los insultos es más complejo. ¿Cómo es que una persona deja de ser un paparulo para transformarse en un pelotudo?

La elección de un término u otro para definir un mismo insulto es parte de una construcción cultural y de época. Pero también es uno de los dos elementos fundamentales para la construcción de un insulto: la sorpresa. El otro es el contexto, como ya se dijo. La sorpresa puede lograrse de muchos modos. Una de ellas es usar palabras que destaquen claramente del habla media. En ese sentido, las denominadas “malas palabras” resultan aliadas indispensables. Tanto como insultos en sí, como también en la construcción de un insulto.

El término “sorete”, por ejemplo, no es originalmente insultante. Define a un excremento. Pero hay un contexto, una convención social, una construcción lingüística y semiótica que hace que caca no no sea una “mala palabra” y “sorete” o “mierda” sí. Entonces decirle a alguien “sos una caca” suena ridículo; en cambio decirle a alguien “sos un sorete” o “sos una mierda” es contundente.

Hay que aclarar algo muy importante: no se deben confundir los insultos con las “malas palabras”. Las “malas palabras”, por su condición de malditas, nos acercan rápidamente a un mundo insultante, que consiste en decir lo indecible. Sin embargo, por su carácter estigmatizante, racista y clasista, es mucho más insultante decirle a alguien “boliviano” que “pelotudo”. Por más que “boliviano” no sea una de las denominadas “malas palabras”, mientras que “pelotudo” sí.

Conclusión

Los insultos conforman la cloaca del idioma, aquello que no nos es grato mostrar, pero que existe. El siguiente libro es, por lo tanto, un ejercicio de buceo por esa cloaca. Hay aquí insultos machistas, racistas, descalificadores, homofóbicos. Si excluyéramos esas acepciones, el mundo de los insultos sería absolutamente magro. ¿Existe, pues, una buena manera de insultar, una forma correcta, no discriminatoria de insultar? No, definitivamente no. ¿Significa esto adscribir a cada uno de estos términos, celebrar su existencia? Para nada.

El insulto es una expresión fundamental de la lengua. Por eso es absolutamente necesario sumergirse en esa cloaca si se quiere comprender, en principio, el idioma, y en general, la naturaleza del alma humana. Esta es la razón de ser de este libro. Espero que les guste. Y si no les gusta, se pueden ir todos y todas a la recalcada concha de su madre.

Buenos Aires, noviembre de 2016