BIENEDUCADOS

No sé por qué tengo la leve sospecha que cuando yo era chico la educación no era un tema para mis padres. Y aclaro: mi mamá y mi papá laburaron de docentes mucho tiempo. Hasta escribieron un libro, un manual para maestros. Mi viejo se recibió en el Acosta y mi vieja en el Normal 5, en Barracas. O sea, no es que el asunto les chupara un huevo/ovario.

Simplemente creo que en la generación de nuestros padres lo natural era que los chicos fueran al colegio del barrio. Fue así que yo comencé la primaria en la escuela República del Brasil, en Valentín Alsina. Y cuando me mudé a Pompeya pasé a la María Silventi de Amato, en Alagón y Coronel Pagola. La primera quedaba a cuatro cuadras de mi casa y la segunda a tres.

         Mi papá y mi mamá no sólo eran gente muy zurda. (Mi mamá murió; mi viejo sigue siendo un zurdo recalcitrante que lee esto no porque lo escriba yo sino porque compra este diario psicobolche como todos ustedes, manga de lectores zurdos). Mi vieja, además, fue primero docente y luego coordinadora en La Escuelita, una escuela de educación por el arte de Colegiales, muy progre, muy prestigiosa, hecha por gente que aportó mucho a la educación pública.

Sí, hoy suena contradictorio esto de estar en la escuela privada y aportar a la educación pública. Sucede que la gente que fundó La Escuelita fue la misma que armó en plena dictadura el jardín de infantes del Instituto Vocacional de Arte, estatal, en Parque Chacabuco. Cuando yo era chico y mi vieja laburaba allí, La Escuelita no quedaba en Colegiales, sino en la zona más cheta de Belgrano R. Como era sólo jardín y no tenía primaria, los padres (que pagaban una cuota carísima) pedían un consejo sobre a qué colegio enviar a los chicos. Y aunque hoy parezca un delirio, la directora, Marta Calvo, les contestaba: “A la escuela pública”.

¿A cuántos años luz queda aquel país en que una escuela chetísima de Belgrano recomendaba la educación pública? Hoy yo mando a mis hijos a la escuela pública y me siento un bicho raro dentro de mi grupo de amigos y allegados. No quiero hacerme el banana: la escuela pública es un cuco aún para los padres progres.

Sí, lo confieso, manga de lectores psicobolches: yo también tengo miedo. ¿Ustedes no? ¡Vamos, no jodan! Les paso lista, si quieren: la escuela pública es un depósito de niños; a la escuela pública los pibes no van a estudiar, van a comer; la escuela pública es un caos y los chicos no tienen clase la mitad de los días del año; la escuela pública es violenta, los chicos van a cagarse a trompadas; la escuela pública es retrógrada, las maestras son todas unas viejas chotas.

La receta es la de siempre: se suma una medida de datos reales, otra de paranoia, otra de mala prensa, otra de gobiernos que impulsan políticas de destrucción social, más una pizca de miedo a lo sagrado (“los chicos, no hay nada más sagrado que los chicos”) y voilà, el cóctel perfecto del miedo pequebú está listo para volver conservadoras a las mentes más progres, abiertas y desprejuiciadas.

Seamos sinceros: muchas de esos datos reales son eso, datos reales. Claro que también debo admitir que me causa mucho alivio no tener reuniones de padres cada dos semanas, ni tener que analizar en cada encuentro el olor de los pedos de nuestros hijos, o asistir a clases de expresión corporal para padres donde representamos a nuestros animales favoritos y de ese modo nos reconocemos jugando, como se hace en las escuelas privadas progres. Tampoco añoro los talleres de Murga Orgánica, ni de Artes Combinadas para la Psicomotricidad Estructuralista de la Energía, que tan esenciales resultan para los programas pedagógicos avanzados.

Como ven, la educación pública tiene también sus beneficios. Menos franela, menos sahumerio, mayor diversidad. Los padres de la escuela pública no son toda gente como uno. Hay mucha, muchísima gente sin onda. Gente que apoya al campo, que vota a Macri, que escucha a González Oro, que mira a Tinelli. No pobres: gente de esa clase media de mierda que tanto odiamos pero que, vista desde la burbuja con onda en la que nos atrincheramos con nuestros amigos, nos parece una abstracción.

El problema es cuando la escuela pública presenta una diversidad social muy grande. Hoy sería irreal que Lina fuera a una escuela privada en Belgrano, porque sería la pobre de la clase. Y Lina no es pobre. Pero también sería irreal que fuera a una escuela pública de Florencio Varela, porque sería la rica de la clase. Y Lina no es rica. Sin embargo, el mayor problema de la escuela pública son las políticas educativas.

Parece una obviedad y temo subirme a un discurso que oscila entre verdades propias del maestro Perogrullo y cuestiones que otros han analizado, estudiado e investigado en profundidad, y que lo han enunciado de una menera sólida y no chapucera, como seguramente lo haga yo ahora. Pero me voy a remitir a los hechos de un modo absolutamente personal y empírico, para tratar de no decir demasiadas boludeces.

Resulta que la escuela a la que va Lina, el Normal 8, una institución centenaria y modelo de la educación pública porteña, pilar de la clase media del barrio de San Cristóbal, se está cayendo a pedazos. Este año mi hija estuvo tres días sin clases (tres más, además de los paros) porque la escuela se inundó, porque se cayó un techo. Y aunque el Gobierno de la Ciudad había prometido reparar la escuela, las obras nunca se hicieron.

Los padres organizamos varias protestas para exigirles a las autoridades municipales que arreglen la escuela. Y hubo un par de cortes de la calle. Un piquete variopinto, en el que participó gente que se sumaría gustosa a la gesta Tinellilegrandgimeneana contra la “inseguridad”. Esto provocó que algunos medios se acercaran a ver qué ocurría. Y las autoridades de la escuela no pudieron decir nada porque una reciente resolución del Gobierno de la Ciudad les prohíbe hacer públicas sus opiniones. ¡Una ley mordaza contra los maestros!

Sin dudas, la educación pública está en la mira. Y todos los miedos que generan en los progres pequebú tienen su razón de ser. Sin embargo, me retracto: ese no es ese el mayor problema. Como tampoco lo son las políticas privatistas, el desguace del Estado, ni la ofensiva contra la educación pública que comenzó en los 90.

El mayor problema es que quienes se llenan la boca hablando de la educación pública son los primeros en huir despavoridos frente a la posibilidad de no saber dónde dejar a los chicos si hay paro. Y entonces se pasan sin pensarlo a las escuelas privadas, donde los chicos tienen aromaterapia, taller de títeres feng shui y, sobre todas las cosas, los maestros jamás hacen huelga.

Publicada originalmente en el diario MIRADAS AL SUR, 6-12-2009.