YO TUVE UN AXOLOTE COMO MASCOTA

“El ajolote (Ambystoma mexicanum), del náhuatl axolotl, «monstruo acuático», o también axolote (pronunciando la antigua «x» castellana con el sonido de la jota actual, en lugar del sonido arcaico semejante a la «sh» inglesa), es un fenotipo neotenico de anfibio caudado (anfibio con cola). Pertenece a la familia de los ambistomátidos o tilapias tigre que provienen de México”. Hasta aquí, la definición de la Wikipedia. Busqué en WikiLeaks, pero no hay nada. Lógico, el bicho en cuestión tiene un perfil bajísimo y no le gusta meterse en quilombos. De todos modos, creo para entender de qué va el personaje, la definición basta y sobra. Sí, yo tuve un axolote como mascota. Y antes de que  pregunten qué es un axolote, vuelvan al comienzo y repasen lo que dice la Wiki blanca.

      Estoy exagerando con lo de “yo tuve un axolote de mascota”. En realidad, la relación que uno puede tener con los axolotes es parecida a la que se tiene con los peces. Es decir, nula. Porque no hay espacio aquí para las caricias, para el “a ver, Bobby, la patita” y ni hablar de un “Fido, alcanzame las pantuflas” o un “Pepito, la papa”, para que el fenotipo tenico repita nuestras palabras. Digamos que si uno quiere mantener una relación estándar y normal con los animales en cuestión, no queda otra que limitarse a observarlos un rato, porque no es más que eso lo que soporta la observación. Y si lo que se quiere es ponerle más (mucha más) onda al asunto, el vínculo puede extenderse hasta la creación de una cierta mitología en torno a los bichos.

      Por supuesto que este fetiche entre hedonista y religioso (después de todo, no son cosas tan contrapuestas) es absolutamente unilateral. El axolote (como ocurre con el pez) no da demasiadas pistas sobre su estado de ánimo y nada indica que goce con esta relación. Tampoco hay sufrimiento, claro está: todo parece moverse al paso de la indiferencia más profunda. El axolote no parece disfrutar del contacto físico y descuento que jamás hubiera ronroneado si yo le acariciaba la panza (algo que, en verdad, no puedo comprobar, puesto que jamás le acaricié la panza).

      Si la respuesta  del dueño de una mascota tan poderosa en la imagen pero tan anodina en el trato cotidiano es la creación de una fe de iconografía anfibiomorfa donde el bicho en cuestión pasa a ser el centro del universo, pues debo confesar que yo llevé hasta el paroxismo la construcción de una religión axolotista. Y en mi caso (en nuestro caso, pues aquí los protagonistas, los escritores de esta Biblia del bicho con nombre náhuatl fuimos dos: Mariana yo) el axolote se transformó en algo así como la representación del amor.

      Con Mariana nos hicimos dos tatuajes cada uno. Y en ambos casos, uno hizo el dibujo del otro: yo dibujé lo que se tatuó ella y ella se tatuó lo que dibujé yo. Mis dos dibujos son muy infantiles, de línea básica. Y el primero de los dos dibujos es un monstruito, de frente, que para ella es un axolote. No sé si es un axolote, pero podría ser. Cuando le tocó a ella hacer su segundo dibujo, para mi segundo tatuaje, dibujó un axolote, que es el que tengo en el brazo.

      En total tuvimos tres axolotes en una pecera: dos medio rosados y uno amarillo. Cuando hablo de colores no me estoy refiriendo a tonos fuertes, como los de los peces. No, los axolotes son medio transparentes y se les puede ver levemente el interior a través de la piel. El color, pues, es una leve referencia.

Como buenos representantes del amor estos tres bichos se alimentaban con… ¡corazón! Sí, corazón: corazón de vaca. Un día fui a la carnicería y compré un pedazo de corazón. Después, en casa, lo corté en pedacitos, en cubitos como de un centímetro de lado (cualquier analogía con determinada situación de pareja corre por cuenta pura y exclusiva de cada uno) y guardé los pedacitos en la heladera. Para alimentar a los bichos sacaba del freezer un par de pedacitos de corazón y los dejaba descongelar. Más tarde se los daba, a veces pinchándolos en la punta de uno de esos palitos de madera que se compran para hacer brochettes. Y a veces se los tiraba así nomás, con la mano, procurando que los bichos alcanzaran la carne. No es fácil: los axolotes no son muy avispados.

      Los tres axolotes un día se murieron. Yo tenía la fantasía (es un decir) de que tuvieran cría, pero nunca supe muy bien si eran macho o hembra. Primero se murió el amarillo, luego uno de los rosados. Eso pasó un par de años después de que llegaran a casa. El mismo día en que se murió el último axolote (lo siento, nunca tuvieron nombre), un ratito después del lamentable deceso anfibio, Mariana se hizo el test de embarazo con el que nos enteramos que estaba  embarazada de Lina.

      Hoy Lina tiene nueve años y aunque a veces salta la resignación que le han impuesto sus padres en materia mascoteril e insiste con que le gustaría tener un perro, sabe que, por el momento, se tiene que conformar con los peces. Los axolotes podrían ser una buena variante. Pero no, eso ya pasó. Hoy los axolotes están en nuestra piel y también en las paredes de casa: la escalera de cemento que lleva a nuestro cuarto tiene en cada uno de los escalones una fila de azulejos que con Mariana mandamos a hacer especialmente. Allí están los dibujos de nuestros cuatro tatuajes (incluidos los axolotes) más algunas obsesiones artísticas personales nuestras: una imagen de un cuadro de Joaquín Torres García, la rueda de bicicleta de Duchamp, un poema concreto de Augusto de Campos…

      Un contexto artístico, vanguardista, para un bicho que fue protagonista de un cuento de Cortázar (que se llama Axolotl) y de una de las instalaciones herejes de León Ferrari. En mi caso, en nuestro caso, el axolote fue la representación del amor. Y no hay nada más artístico ni más vanguardista que el amor. Un amor que va y viene, que a veces parece sumergido en el agua sin expresar ninguna clase de sentimiento pero que está tatuado en nuestra piel. Y, según parece, esas cosas duran para siempre. Aunque ya no haya axolotes en la pecera.