EL ARTE NON SANCTO DE LEÓN FERRARI

Los que lo consideran la encarnación de Lucifer tendrían que mirarlo a los ojos, sostener por un momento su mirada firme, agigantada por los gruesos vidrios de unos anteojos de marco también grueso; deberían, también, contemplar esa cara, mezcla de viejito bueno con cierto aire de intelectual torturado (para esto ayuda mucho su tupida cabellera blanca y sus espesas cejas grises, al estilo, digamos, Samuel Beckett) que se borra inmediatamente cada vez que lanza una de sus sonrisas de transparencia y picardía adolescentes; y, por último, sería aconsejable que escucharan sus palabras, dichas con una voz finita, que se eleva apenas uno o dos decibeles por encima del susurro, y probablemente sea el único aspecto de su existencia que denota su edad.

Recién ahí comprobarían sus detractores lo paradójico que resulta que este hombre de 84 años y aspecto casi angelical sea considerado hoy en Buenos Aires el mismísimo demonio. Y ni hablar de lo ridículo que resulta ese cartelito que le han colgado, cuando el tema central de la obra más reciente de León Ferrari es, precisamente, la lucha contra el infierno. “Occidente está organizado sobre una religión que tiene la amenaza del castigo al diferente en el más allá”, explica Ferrari. “Buena parte de nuestra cultura se hizo para publicitar la amenaza de la tortura. El triunfo de esa publicidad lleva a que hoy en los Estados Unidos, el país que está gobernando el Mundo, haya un 65 por ciento de gente que cree en el diablo. Y creer en el diablo significa creer en el castigo al otro. Y creer en el castigo al otro trae como consecuencia que los norteamericanos aceptar como algo normal el bombardeo y la tortura a los iraquíes”.

         Para denunciar este profundo divorcio entre ética y estética en el arte occidental y cristiano, Ferrari realizó una obra que consiste en una gran jaula suspendida a un metro del piso, que tiene en el suelo una reproducción del Juicio Final de Miguel Ángel. Adentro de la jaula hay palomas que cuando defecan “intervienen” uno de los pilares del Renacimiento italiano. “Miguel Ángel no condena la tortura, como sucede en los cuadros de Goya sobre la guerra, o en el Guernica, que son grandes obras con temas crueles condenando esta crueldad. No, los artistas cristianos gritan la amenaza pintando cuadros. Y a nosotros estas imágenes, nos parecen lo más natural gracias al Dante, a Miguel Ángel, a Rafael, a Giotto…”

Según Ferrari, esta operación ideológica montada por el cristianismo es tan perfecta que no sólo obtiene excelentes resultados con los fieles. Para el artista, muchos hombres y mujeres progresistas que condenan el castigo al diferente y todas las atrocidades que se promueven en nombre del infierno, también caen en la trampa. “Todos se quedan deslumbrados con los valores estéticos, que sin dudas son inmensos, y cuando ven un infierno de Giotto, del Bosco o de Miguel Ángel no se dan cuenta que esas obras están promoviendo la tortura de esa pobre gente que aparece en los cuadros”, analiza Ferrari. “Estos artistas pensaban que nosotros, pecadores, merecíamos ser torturados. Y aunque hay muchísimas historias y análisis de esas obras, por lo que yo he leído, ninguno de esos trabajos aborda el aspecto ético, de sus contenidos.”.

–Y vos, para denunciar todo esto, ¿volvés al viejo y hoy tan cuestionado concepto de arte político?

–Es que hay gente que habla en contra del arte político, que es el arte cuyas obras tienen un significado, y se olvida que toda la pintura religiosa es pintura que apoya el poder. O sea, también es arte político. Sólo que en vez de ser en contra, es un arte a favor. Para la misma época en que estaban quemando brujas, Miguel Ángel y Rafael estaban demonizando a la mujer. La serpiente del pecado original de Miguel Ángel en la Capilla Sextina es parecida a la Eva. Es decir, no sólo recargan a Eva de todas las culpas, sino que además la demonizan. Y en cuanto a los infiernos, ni los nazis se atrevieron a tanto. El arte propagandístico y político pronazi (algo que tuvo su mayor apogeo en el cine) trataba de exaltar supuestos valores que para ellos eran buenos, y que en realidad eran horrorosos. Pero no mostraban los campos de concentración para crear miedo con la amenaza. Más bien los escondían.

–¿Realmente creés que los artistas cristianos eran conscientes de estar haciendo propaganda? ¿O eso era simplemente producto de la mentalidad de la época?

         –Y, eran religiosos y, como tales, creían que los pecadores debían ser castigados. Era una cosa natural, sí. El Dante inventó infiernos para cualquier cosa. Para los glotones, por ejemplo, y eso para él era natural. Yo no sé exactamente qué pasaba por la cabeza de esa gente y tampoco tenemos muchos testimonios. Pero me imagino que sabrían que estaban quemando brujas. Me decís “bueno, hay que ponerse en la época”. Pero en esa época lo quemaron a Giordano Bruno. Y no creo que Giordano Bruno estuviera muy de acuerdo con Miguel Ángel, no sé.

         –Pero años después la Iglesia censuró a Miguel Ángel…

–Sí, pero eso es otra cosa. Lo que ocurre se que Miguel Ángel, además de torturarlos, les dejaba los genitales a la vista. Y a la Iglesia no le importaba la tortura, pero sí le importaba que se mostraran los genitales. Pero son dos cosas diferentes.

Fama de pecador

Antes de diciembre de 2004 Ferrari era sólo un artista, ni más ni menos que un artista. Un gran artista, uno de los más grandes artistas argentinos vivos, con un amplio reconocimiento nacional e internacional, pero su fama no trascendía los límites del pequeñísimo mundo del arte. Con la inauguración de la retrospectiva de su obra en un espacio público, dependiente del Gobierno de la ciudad, Ferrari no sólo se hizo muy famoso: también dividió a la opinión pública como nunca antes lo había hecho antes una muestra de arte en el país desde 1924, cuando figurativos y abstractos dirimieron sus diferencias a las trompadas luego de la inauguración del pintor Emilio Pettoruti en el salón Witcomb.

Pero el eje de las peleas que provocó la muestra Pettoruti en los años 20 no estaba fuera de los límites del arte; en ese caso se trataba de dilucidar si aquello que hacía Pettoruti, producto de las influencias y los aprendizajes recibidos en sus viajes a Europa y de sus contactos con cubistas y futuristas, era arte. Con Ferrari, en cambio, jamás se puso en duda el hecho de que su trabajo se trataba de un conjunto de obras de arte, por más reparos estéticos que pudiera generar su obra entre más de uno de los que la cuestionaban.

La discusión fue puramente ideológica, porque las críticas de Ferrari a la Iglesia no se restringieron a los castigos en el más allá, sino que también incluyó temas que la Iglesia quería borrar de la agenda política por esos días, como sida, aborto y educación sexual. El arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio (uno de los más firmes “papables” latinoamericanos), calificó a Ferrari como “artista blasfemo” (nótese la importancia del sustantivo “artista” en esta definición) y convocó a una manifestación de católicos en repudio a la muestra, justo el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, frente a la iglesia del Pilar, a 20 metros de donde se desarrollaba la muestra.

Pero ni la manifestación, ni las declaraciones del arzobispo, ni las misas en desagravio en la Catedral Metropolitana, ni las declaraciones contra la muestra por parte de algunos legisladores opositores fueron tan lejos como la decisión de una jueza, que curiosamente lleva el apellido Liberatore, de cerrar la muestra por considerarla “ofensiva”. Ni siquiera el firme respaldo a la exposición y “la libertad de expresión” por parte de las autoridades comunales, nacionales y del propio centro cultural pudieron hacer nada. La muestra permaneció cerrada durante un par de semanas, hasta que una nueva instancia judicial ordenó reabrirla. Para ese momento la cola para ingresar a la sala duraba varias cuadras bajo el (valga la paradoja) infernal calor porteño.

La muestra también sufrió algunas agresiones físicas: el mismo día de la inauguración, ante un Centro Cultural Recoleta lleno de gente como nunca había estado anteriormente en ninguna otra inauguración (entre los presentes estaban varios de los artistas argentinos más consagrados, sin importar en qué tendencia estuvieran encuadrados, jóvenes anarquistas anti todo, periodistas, escritores, intelectuales, amigos, integrantes de Madres de Plaza de Mayo y otras agrupaciones de derechos humanos, y hasta una escola do samba) un hombre muy ofuscado y algo alterado en sus facultades mentales, entró a una de las salas y, al grito de “Viva Cristo Rey”, insultó y rompió.

El daño alcanzó a un par de obras: dos botellas que contenían imágenes del Papa y preservativos. Cuando los policías llevaban detenido al agresor (después se supo que, ya en la comisaría, le decían “disculpá, flaco, vos tenés razón, eso es una porquería, pero tenemos que cumplir órdenes”) y los empleados de mantenimiento se disponían a limpiar los restos de vidrios, fotos y condones, Ferrari intercedió y ordenó dejar todo como estaba. Los motivos: el agresor había resignificado la obra de un modo que, para el artista, implicaba una lectura mucho más interesante que la que había propuesto él. “Es como si alguien, frente a un cuadro, le agregara un poco de rojo y acertara”, explica Ferrari. “Un tipo sagaz, inteligente, que sabe de infiernos, hace lo que hizo ese tipo. La obra ahora está completa”.

–Además de dejar las obras rotas para que se note la agresión, también expusiste las notas periodísticas con las distintas declaraciones de la iglesia y de otros sectores que hablaron muy mal de vos. Da la sensación de que, a esta altura,y siguiendo un razonamiento gestáltico, la muestra es la gran obra de tu vida, y esa gran obra es mucho más importante que las obras que la componen. ¿Es así?

–Sí, absolutamente –afirma Ferrari y lanza una amplia sonrisa.

De la cuna a la iglesia

El dato puede prestar a confusión, pero lo cierto es que el padre de León Ferrari, el arquitecto y pintor Augusto César Ferrari, se dedicaba a construir y pintar iglesias. La conclusión lógica sería, entonces, pensar que la obra hereje de León es un parricidio contra la obra sagrada de Augusto César. Pero a no confundirse: el hijo guarda un gran respeto, cariño y gratitud hacia su padre. Tanto que León recopiló la dispersa y olvidada obra de Augusto César Ferrari (un artista que de otro modo jamás hubiera figurado en historia del arte alguna y hubiera caído irremediablemente en el olvido) y organizó una muestra en 2003; además pagó de su propio bolsillo la edición del catálogo.

Augusto César mantenía una relación conflictiva con el arte y León creció escuchando ese doble discurso de amor y odio de su padre hacia la actividad artística. Por un lado, para el arquitecto y pintor italiano, el arte era algo sagrado a lo que le consagraría la vida y siguió pintando por placer, sin vender una obra, hasta poco antes de su muerte, en 1970, meses antes de cumplir cien años. Por otro, sabía por su propia experiencia que el arte era una actividad que era prácticamente imposible de transformar en un medio de supervivencia. Augusto César, entonces, se dedicó a la arquitectura; su hijo León, se recibió de ingeniero químico, trabajó en su profesión hasta los 56 años, y no tuvo formación artística, exceptuando dos pequeños cursos de cerámica y grabado, el primero en Italia en los 50, el segundo en Brasil en los 70.

         “Tuve una excelente relación con mi padre”, aclara León. “Tanto que cuando yo estaba haciendo las obras abstractas, a pesar de que él estaba completamente en contra del arte abstracto porque era muy tradicional, figurativo, verista, le interesaba esto de que el hijo hiciera arte. Le gustaba que yo anduviera en el mundo de las galerías. Y no condenaba mis obras como sí condenaba a la gente que hacía cosas similares. Cuando tuve mi primer altercado por una obra política, él, que tenía 95 años, me apoyó. Supongo que le pasaba algo parecido a lo que me pasa a mí con él. Él no me criticaba por eso ni yo lo criticaba por haber hecho iglesias”.

         León cuenta que su padre no era muy creyente: “Iba a misa casi como un acto social. Pero nunca lo vi confesarse ni lo escuché hablar de religión. No tenía absolutamente ningún signo de persona religiosa”. Pero tanto la costumbre de la época como el hecho de que su padre tuviera un trato laboral y cotidiano con la iglesia, hicieron que el niño León tuviera una educación religiosa desde pequeño. Tanto que a los 26 años, en 1946, y a pesar de que por entonces ya había abandonado la fe, se casó por iglesia con Alicia, su mujer de toda la vida: “Se usaba, qué sé yo. Me casé en la iglesia que pintó mi padre, en San Miguel, con coro y una gran fiesta, un casamiento con fiochi, como dicen en Italia”.    

         Aunque admite que nunca fue “un creyente muy convencido, sino más bien por costumbre”, León Ferrari abandonó definitivamente su condición de católico practicante a los 18 años, cuando ingresó a la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires. Y aunque nunca tuvo una relación tormentosa con la religión ni cree que su obra política posterior haya sido una respuesta a su educación católica, como tampoco fue una respuesta a su padre, agradece su paso por las filas de Cristo durante su infancia y adolescencia: “Afortunadamente fui creyente, porque todo esto lo puedo decir porque lo viví”.

Orígenes, influencias

Las primeras obras de León Ferrari son de 1954 y las realizó con una técnica que tiene poco que ver con el arte contemporáneo: la cerámica. En ese año, luego de un viaje a Italia por motivos personales, Ferrari debió aguardar un mes en ese país antes de regresar a la Argentina. Aprovechó y tomó un curso en un taller de cerámica y se entusiasmó tanto con la idea de vivir del arte que se quedó un año. Luego regresó al país y continuó con el arte, esta vez con unas tallas abstractas en madera, bajo la explícita y declarada influencia del escultor y poeta surrealista francés Jean Pierre Duprey (1930-1959). También realizó esculturas abstractas en alambre y metal, así como dibujos abstractos en tinta y acuarela, algunos objetos y comenzó a experimentar con dos técnicas que serían la antesala de su obra política: el dibujo caligráfico y el collage.

–¿Cuáles fueron tus referentes cuando empezaste a hacer arte?

         –Además de Duprey, que fue mi gran referente en los comienzos, tuve una gran influencia de Jackson Pollock, de Mark Tobey, de Wols y de Cy Townbly, que era gente que hacía escrituras…

         –¿Cómo conociste la obra de esos artistas?

         –Porque recibía una revistita que se llama “Studio”, que creo que era francesa. Aún conservo esas influencias, aunque después no creo haber recibido muchas más. Incluso algunas las descubrí después. Yo cuando empecé a hacer este dibujo caligráfico pensé que lo había inventado. Después me di cuenta que hubo otros que lo hicieron antes, como Henri Michaux o Pollock. En general cuando veo que estoy haciendo algo que alguien ya hizo antes lo dejo, pero en este caso no porque para mí es como una escritura. Y cada uno escribe cosas distintas.

         –¿Y MarcelDuchamp no es una influencia? Vos trabajaste mucho con botellas, con inodoros, con muchos objetos…

         –Confieso que lo conocía. Pero no creo que tenga influencia de Duchamp. Es probable que haya algo del clima de libertad, pero creo que tengo más influencia de los dadá y de los poetas surrealistas. Posiblemente porque ellos tenían una intención crítica, tanto de la religión como del sexo en Occidente. No sé si Duchamp tuvo esa intención; me parece que él estaba más en los problemas propios del arte, mientras que aquellos usaban el arte para plantear cuestiones políticas. Eso es algo que después perdió el surrealismo porque los continuadores se quedaron más con la cosa onírica, pero se perdieron los planteos sobre el sexo, la iglesia y el poder.

Arte y parte

En 1963 León Ferrari realizó una serie de dibujos caligráficos a los que tituló “Cartas a un general”. Aunque el texto, críptico, apenas se lee, esta serie, en un país bajo la constante amenaza de un golpe de Estado por parte de las Fuerzas Armadas, cobraron una importante fuerza testimonial. “Estas dibujos son mis primeras obras políticas, aunque el tema aparece muy escondido”, cuenta Ferrari. Pero su gran irrupción en la historia del arte argentino se produjo dos años después, en 1965, con “La civilización occidental y cristiana”, una obra hecha especialmente para exhibir en el Instituto Di Tella, el lugar de la consagración de la modernidad artística del Buenos Aires de los años 60. Cuando los organizadores lo convocaron a exponer, creyeron que Ferrari enviaría una de sus esculturas abstractas o a lo sumo algún dibujo caligráfico, porque en eso consistía su obra hasta entonces. Pero el artista creyó que la guerra de Vietnam planteaba otras urgencias para todo el mundo, incluso para el mundo del arte.

         Curiosamente, la obra (una escultura-objeto formado por un Cristo de santería de un metro de alto, crucificado sobre la reproducción de un avión cazabombardero norteamericano de los que estaban bombardeando Vietnam, de dos metros de altura) no fue admitida en esa presentación por considerarse “ofensiva”. Pero las exposiciones posteriores la consagraron como la obra de arte político más importante de esa época. En ella, Ferrari sintetizaba un mensaje ideológico directo y de altísimo impacto, con el lenguaje artístico contemporáneo. Además, fue su primera vinculación entre represión política y religión cristiana, un tema que se transformaría en excluyente en su obra veinte años después.

“La civilización occidental y cristiana” fue un punto de inflexión para la radicalización, no sólo de su obra, sino de todo el arte argentino de los 60. Desde entonces, Ferrari abandonó el arte abstracto y se dedicó a participar en distintas experiencias colectivas que mezclaban radicalidad política y estética, como las muestras “Malvenido Rockefeller” (donde expuso una bandera argentina con la cara del Che Guevara) y “Tucumán arde”, que compilaba datos sobre la pobreza y la explotación en el país. También colaboró con organismos de derechos humanos, sindicatos combativos y distintas movimientos de izquierda y se dedicó a escribir algunos libros políticos.

         Mientras tanto, seguía trabajando como ingeniero. “Eso de trabajar en una cosa y hacer arte tiene la ventaja de que no necesitás vender y hacés las cosas de un modo más libre”, reconoce. En 1976, meses después del golpe Militar que llevó al gobierno a la dictadura militar más sangrienta del siglo XX, León Ferrari abandonó el país. Se fue a Brasil sin saber muy bien si se quedaría allí o seguiría hacia Europa. Con él se fueron su mujer, Alicia, dos de sus hijos, Pablo y Marialí, su nuera, su yerno y sus nietos. Aunque entre todos trataron de convencer a su otro hijo de que fuera con ellos, Ariel Ferrari decidió quedarse. Unos meses más tarde dejaron de escribirse y supieron que Ariel había sido secuestrado y asesinado por la dictadura militar e integraba la enorme y creciente lista de desaparecidos.

         En Brasil, con 56 años, León Ferrari retomó sus esculturas abstractas, montó un taller en Sao Paulo y, por primera vez en su vida se dedicó a vivir de la venta de sus obras. “En Brasil retomé profesionalmente lo que había abandonado y de lo que había renegado en los años 60. Tengo un escrito de 1968 en el que, si bien no hablaba contra las cosas que yo había hecho, sí hablaba contra las obras que no tenían una vinculación directa con la realidad. En Brasil me puse a hacer arte abstracto como quien hace sillas. Pero en vez de sillas hice esculturas de metal, dibujos y collages”.

         Entre sus obras de esa época se destacan unas enormes esculturas formadas por grandes barras metálicas de dos o tres metros, flexibles y ubicadas a una distancia más o menos cercana entre sí. Si se las empuja, se chocan y funcionan como unos instrumentos musicales gigantes. Paralelamente a la retrospectiva, de 2004-2005, Ferrari expuso algunas de estas obras en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Y en 2003 “tocó” esos instrumentos junto a algunos músicos en el Centro Experimental del Teatro Colón de Buenos Aires, el lugar más importante de la música contemporánea del país.

         En 1983, aún en Brasil, Ferrari dejó las estructuras de alambre y retomó el tema de la iglesia y la política en una serie de collages que no tuvieron muy buena acogida en Brasil. Para esa época, con el retorno a la democracia, comenzó a viajar periódicamente a la Argentina, donde su obra política sí fue bien recibida. Cuando regresó definitivamente a Buenos Aires para radicarse, Ferrari tenía claro que su obra tenía dos variantes muy claramente diferenciables: “Por un lado, las obras abstractas, que cuando las comienzo no sé muy bien hacia donde van y dejo para el que las mira la libertad de interpretarlas o no; por otro lado están las que tienen una intención significante muy concreta y directa, una obra que, cuando la empiezo, ya sé que es porque quiero decir algo sobre un hecho en particular, como puede ser la última dictadura militar, los preservativos o el infierno, que es una especie de… no lo llamaría obsesión, pero sí es un tema sobre el que trabajo hace mucho y me llama la atención”.

Reír y llorar

El estudio que tiene León Ferrari en su casa, un antiguo departamento en el barrio porteño de Retiro, está lleno santitos de santería de yeso y de plástico, fotos del Papa, imágenes eróticas, y objetos tan dispares como trampas para ratas, cucarachas de plástico, fotos de Bush y la Casa Blanca, botellas y un largísimo etcétera, que son los materiales que utiliza para la creación de sus obras de alto impacto. Además, tiene un taller en el barrio de Congreso (“en una casa que me salió bastante barata porque queda frente al Departamento de Policía”) y que compró con el dinero que recibió cuando le vendió unos dibujos al Museum of Modern Art de Nueva York.

         En el taller, Ferrari tiene los metales, la soldadora, las tintas, las acuarelas y los papeles. En su casa, apenas pegamento, tijera, imágenes y su computadora, desde donde manda sus obras más urgentes, textos e imágenes, por correo electrónico; por ejemplo, su reciente serie “Electronicarte”, en donde apuntaba sus dardos tanto a la Casa Blanca como a la Casa Rosada, sede del gobierno local. En uno de esos mails se veía un globo terráqueo chino inflable, lleno de cucarachas de plástico, cada una con un escudo del ejército norteamericano. Otro se titula “Bomba inteligente” y se ve un hongo atómico con la Casa Blanca en su copa.

         –Tus obras más recientes tienen mucho humor. Algunos electronicartes, por ejemplo. Pero también toda la serie de infiernos, como ese cristo sobre una plancha para hacer bifes, o esos otros saliendo de una tostadora, o las vírgenes en una licuadora. No tienen nada que ver con la carga trágica que tenía el avión del 65. Estos nuevos infiernos son muy graciosos. ¿A qué creés que se debe el cambio?

         –Es cierto, todas las obras del 65 al 72 no tenían humor. En cambio últimamente creo que es algo que se acentuó. Por ejemplo, hay una Última Cena mirándole el culo a una chica… (risas). Creo que el humor es muy eficaz y muy bueno para bajar un poquito tanto al arte como a la religión. Para que no estén allá arriba. Yo me divierto mucho.

         –Me pregunto si no te estarás riendo también de que la iglesia se volvió una parodia de sí misma. ¿No será que estás denunciando que antes la iglesia tenía para ofrecer a sus fieles las obras de Miguel Ángel, Giotto, el Bosco y los más grandes artistas de la historia, y en cambio ahora su oferta se limita a unos muñequietos chinos que valen dos pesos?

         –Sucede que el cristianismo se apoderó del Antiguo Testamento como una base y, si bien a Jesús le hacen decir que no cambiaría un tilde del Antiguo Testamento, cambió todo: agarraron a ese dios majestuoso que era Jehová, que decía “yo soy el único, no hay dioses conmigo” y lo redujeron a un rinconcito de la Trinidad. Pero ese Dios Padre dijo también, en el Antiguo Testamento, que forma parte de la religión cristiana, que hay que destruir los ídolos: “Todos los ídolos deben ser destruídos, quemados, destrozados y los templos con sus ídolos reducidos a una letrina”, dijo. Entonces uno de mis argumentos podría ser “en la religión de ustedes dice que hay que destruirlos, así que ahí tienen”.

         –Pero el principal cuestionamiento no tiene que ver con los santitos, sino con que utilizás imágenes de Jesús y de la Virgen…

–Sí, y son las obras que más hieren a algunas personas que respeto. Pero a ellos les digo que esos no son ni el Jesús ni la María verdaderos, sino los que la iglesia hizo para asustarnos. Porque si Jesús decía “ama a tu prójimo”, no podía decir después “te torturo si no me amás vos a mí”.

–¿Por eso los ponés en esos infiernos domésticos de licuadoras y hornos de microondas?

–Claro, se me ocurrió que una forma de señalarlo era poniéndolos a ellos. Es como decirles: “Miren, esto es lo que quieren hacer ustedes con nosotros, tomen conciencia de que es una barbaridad”. Esto es lo que la Iglesia más rechaza. Y lo rechaza porque esas figuritas le sirven para aumentar su feligresía. Ese es un elemento más en su campaña de meter miedo con el infierno y mostrar ese cielo que debe ser una cosa espantosa. Imaginate pasarse la eternidad mirando al Dios ese terrible, que no se sabe bien quién es, o si son los tres juntos de la Santísima Trinidad. ¿Qué otra cosa pueden inventar?

León Ferrari se ríe imaginando una eternidad en el cielo, en el infierno o donde sea. Le pregunto si se siente satisfecho por todo el revuelo que generó y me contesta que sí, que cree que cumplió con el deber de poner el dedo donde había que ponerlo. Pero enseguida me confiesa que ya está, que quiere parar un poco con tanto infierno, que está un poco cansado  de dar entrevistas y que tiene ganas de volver a su otra obra. “Estoy esperando que pase este vendaval bíblico, este viento con demonios que me lanzó la iglesia para volver a la abstracción”, confiesa Ferrari. “El otro día agarré el soplete y me puse a restaurar una escultura de metal, de esas que dejé de hacer en el 83, y empecé a hacer de nuevo algunas cosas de alambre. Me gustó mucho. Pero pensé: ¿otra vez voy a hacer lo mismo? ¿Será que estoy amanerándome porque me estoy volviendo viejo?”

¿Viejo? Me río un instante y pienso en contestarle. Pero no, me quedo callado. “Mejor no lo contradigo”, analizo. Después de todo, quién sabe. Es probable que exista la remota posibilidad de que algún día lejano, dentro de mucho, mucho tiempo, este hombre que este año cumplirá 85 años, tal vez sí se vuelva viejo.

Publicada originalmente en revista Gatopardo (Colombia), abril de 2005.